La pereza (1870)
LXI
He averiguado, aunque tarde,
que yo mismo voy echando
leña al fuego de mis males.
LXII
Hasta mis ojos se acuerdan;
por eso, aunque estén cerrados,
te ven, causa de mis penas.
LXIII
Que me hayas querido
me causa tristeza;
pero me causa más grandes fatigas
que ya no me quieras.
LXIV
Cerca ya la muerte, quiero
figurarme que vendrás
sobre mi tumba olvidada
un día y otro a llorar.
Harto sé, pues te conozco,
que no has de venir jamás...
pero al morirme, yo quiero
figurarme que vendrás.
LXV
En la claridad vivía
en medio de tu querer;
a otro pusiste delante,
y en la sombra me quedé.
LXVI
«Siempre más, nunca bastante;
hay placer mientras hay vida.»
Esto pensaba yo antes.
«Nunca más, siempre ya menos;
ni hay vida ya ni placer.»
Esto pensaba yo luego.
LXVII
La flor que me diste en tiempo
de amorosa intimidad,
la arrojo al mar, y se pierde
entre las olas del mar.
Y este rizo que tu mano
cortó con amante afán,
lo arrojo al fuego, y el fuego
cenizas lo vuelve ya.
Y tus continuas promesas
de eterna fidelidad,
las doy al viento que pasa
y se las lleva fugaz.
Pero el recuerdo angustioso
¡ay! de tu engaño, por más
que se lo entrego a la tierra,
ella otra vez me lo da...
Viento y fuego y mar se duelen
compasivos de mi mal,
y solamente la tierra
de mí no tiene piedad.
LXVIII
El querer que yo te tuve
lo guardo en mi corazón,
porque entre cenizas siempre
se guarda el fuego mejor.
LXIX
Si era cariño o costumbre,
no lo sé; pero recuerdo
que por las mañanas siempre
decía: «hoy no te quiero.»
LXX
Por mí nunca temo
la muerte que llega:
yo marcho a gusto; pero ¡ay pobrecitos
de los que se quedan!
LXXI
Vendrás con las manos juntas,
mujer, pidiendo perdón,
y al mirarte tan humilde
te daré la absolución.
Y tú con la absolución
me engañarás otra vez;
y yo, olvidando tu engaño,
te perdonaré también.
Te perdonaré otra vez...
por supuesto, que al final
el perdón se irá acabando,
pero el engaño jamás.
LXXII
Yo no sé qué hacerme
con mi corazón,
cuando lo guardo se pierde lo mismo
que cuando lo doy.
LXXIII
No me puedo acostumbrar,
compañera de mi cuerpo,
a no quererte ya más.
LXXIV
Siempre que te veo
con tu novia hablar,
digo bajito: ¡ay! ¡yo la quería
mucho, mucho más!
LXXV
«Yo canto el cantar eterno,
el cantar del querer bien;
canto el cantar de la vida,
porque vivir es querer.»
Así en la noche que calla
para que se oigan mejor,
canta el ruiseñor sus quejas
con melancólica voz.
Su compañera le escucha,
y, en el nido, sin dormir,
los pequeñuelos aprenden
en el querer a vivir.
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