Las tiendas
«¿Quién nos dirá (dejadas sus cautelas
Mayores) lo que cuestan sus encajes,
Sus cadenetas, randas y arandelas?
¿Quién las ciegas mudanzas de los trajes?».
B. DE ARGENSOLA
Eran las once en punto de la mañana, y yo no debía hallarme hasta las doce en cierta parte del mundo adonde la obligación me llamaba. Quiero decir, que tenía sesenta minutos delante de mí para disponer de ellos a mi sabor. Encontrábame a la sazón en medio de la Puerta del Sol, mansión natural de todo desocupado aquella hora lo estaba a más no poder. Lánguido e indiferente, dejábame llevar en simétrica alternativa, ya a una esquina ya a otra; y mientras nada hacía, recreábame en mirar los estimulantes anuncios literarios que decoran aquellos eruditos postes admirando su profusión y la variedad de nombres clásicos que denuncian a la Posteridad. En estas y otras cavilaciones me asaltó de improviso la idea de que si «para dormir no es menester luz», para pensar tampoco se necesita estar en pie; y esto diciendo, por lo más ancho la famosa calle Mayor, huyendo de los encontrados pasos de diligencias, coches, ciegos, aguadores, borricos e importunos; y dejando a un lado las gradas de San Felipe, tan animadas en tiempo de Quevedo, tan solitarias hoy, di fondo en uno de los elegantes almacenes de géneros que se encuentran sobre la izquierda.
Era cabalmente en un momento en que los cuatro jóvenes que regentaban el mostrador se encontraban sin pedidos, quiero decir, que no había más gente en la tienda que ellos y yo, que entraba. -Felices días, señores. -Adiós, Sr. D. Tal (le nom ne fait pas à l'affaire) . -¿Cómo así tan desocupados? ¿Habrá acaso entrado la economía de Dupin o de Bergery en el sistema de las madrileñas? ¿Qué es esto? vuelvo a decir; ¿qué soliloquio es éste? ¿Ha invadido el cólera morbo nuestra capital, o ha dejado de venir el Journal des Modes ? Porque sólo causas tan graves pudieran hacer a esas varas castellanas estar paradas a tales horas. -Es la verdad, me contestó el más almibarado; pero no hay que extrañarlo, pues en el Diario de hoy se hacen tales anuncios, que habrán llamado la concurrencia hacia el Sur, hasta que, desengañada por la milésima vez, ven a antes de una hora, como de costumbre.
Y no había acabado de decir esto, cuando vimos entrar por la puerta a una dama muy elegante, seguida de su lacayo, y saludando con aire marcial a los jóvenes, que la contestaron con el nombre de Marquesa, se sentó en un confidente, compúsose la mantilla, mirándose al espejo que tenía enfrente, quitó sus guantes, abrió su bolsita, y entre mil dijes y chucherías sacó, algo arrugado, el núm. 89 del Petit Courrier . Entonces abrió un lentecito de oro, miró por encima de él, leyó un rato, después ojeó otro poco, luego recapacitó, miró el figurín, volvió a leer, y pidió gros-grains. -«No tenemos», le contestó el más próximo mancebos. -«¿Cómo que no?» interrumpió vivamente otro que desde el Principio no había quitado ojo del figurín». «¿No te acuerdas de aquella tela...». (Aquí bajó tanto la voz, que no le pude oír.) -«¡Ah! sí, es verdad», le contestó el primero. -«Ve por ella».
En efecto, entró en la trastienda, y del rincón de un armario que yo solo divisaba desde mi asiento, sacó la pieza (que tuvo buen cuidado de sacudir de un polvo inveterado de tres años), y la puso satisfactoriamente sobre el mostrador; la risita de los demás mancebos me dio a sospechar que si no era la prevenida en el núm. 89 de este año, podía muy bien ser del de 1826. Pero la dama, seducida con la semejanza del color, y sin duda por no tener a mano una definición académica de lo que quiere decir gros-grains , no dudó un instante en que fuese lo mismo que buscaba. Pidió un cierto número de varas; preguntó el precio; los mancebos hicieron entre sí una pequeña consulta para responder; nada regateó; abrió su bolsita, y sacó... una tarjeta muy elegante, con yo no sé cuántas armaduras y jeroglíficos, que indicaba su título y señas de la habitación, diciendo al mancebo principal que podría enviar por el importe, el lunes; verdad es que no designó cuál. No pude menos de sonreírme de esta salida; y no bien se hubo marchado, y mientras lo sentaban en el libro a continuación de otras cinco o seis partidas pendientes, di un poco de broma a los mancebos sobre el estreno que habían tenido; pero habiéndome explicado todo el negocio de la tela, me convencieron de que no era tan fuerte el engaño como yo creí.
Aún reíamos de ello, cuando una mamá y dos niñas, éstas en un interesante negligé y aquélla en una espantosa toilette , entraron en la tienda y empezaron tal demanda de rasos, gros de Nápoles, poplines, organdís, crespones, barég, moirés, paliacats, cotepalis y demás, que los cuatro mancebos eran pocos para tomar y dejar escaleras, subir y bajar piezas, desdoblar paquetes, abrir cajas y enseriar muestras. -Ellas entre sí armaron una algarabía singular; cuál se inclinaba a una tela, cuál a otra; ésta se ponía un pañuelo al espejo y nos parecía muy bien; luego se le ponía la mamá y nos parecía muy mal; después disertaban sobre las cualidades; si aquél era más fino que éste, si éste más elegante que esotro,
«Si el tafetán de Florencia
»Abulta más que el de España».
Preguntaban de dónde eran aquellas telas, se les respondía que de Lion , y estaba yo viendo una punta no bien cortada que decía Barcelona ; por fin, apartaron no sé cuántas cosas y empezaron a pedir precios. Allí fue el hacer admiraciones, el entablar comparaciones con otras tiendas, el despreciar los géneros, y en fin, hacer las indiferentes; después hablaron aparte, y de repente tomaron un aire de broma, diciendo a los mancebos «que eran unos picarillos, que no hacían gracia a las parroquianas», con que los pobres iban ablandando un tanto cuanto; pero una severa mirada del más mal encarado les impuso en su deber y respondieron unánimes: -«no podemos»; -con lo cual se marcharon las damas, y ellos se quedaron ocupados en volver a doblar las piezas.
No tardó en presentarse otra señora, que, a juzgar por su aire, sus modales y vestido, califiqué desde luego de una gran persona; entró con mucha solemnidad, y al ver la premura con que los mancebos corrieron a servirla, despejando el mostrador, no pudo menos de picarme la curiosidad de saber quién era; dirigime para el caso a uno de ellos, y no sin admiración supe que era la esposa de un empleado muy subalterno a quien creció de todo punto mi asombro cuando, habiendo escogido un velo de blonda, abrió su bolsillo y tiró sobre la mesa seis onzas (que eran, al poco más o menos, el sueldo de dos meses de su esposo), hecho lo cual cargó de otras varias telas, que pagó tan generosamente, y marchó dejándome en el mayor éxtasis; por fortuna, una dama que había presenciado todo el paso me sacó de él diciéndome: -«Cómo luce la Fulana las onzas que ganó antes de anoche en casa de... Valiérala más pagar al casero».
Ya a la sazón ocupaba un ángulo del mostrador cierta graciosa y esbelta modista, que había venido a buscar un pedazo de percal como la muestra , y el mancebillo listo la hacía rabiar enseñándola piezas enteramente opuestas, y amenizando este juego escénico con tal cual chanzoneta medianamente disparada, si bien mejor recibida; por último, concluyó darla lo que pedía; ítem galantería de no quererla cobrar el importe.
No bien se había acabado esta escena, empezó otra en la cual tuve el honor de figurar, y fue la que produjo la entrada de cierta señora de conocida mía, la cual me tomó por asesor del mío su gusto; yo, deseoso de darla la mejor idea del mío, nunca me inclinaba a lo peor; por otro lado, era preciso mirar por los intereses del amo de la tienda; así que, en fuerza de mis observaciones, le hice reunir una partidita más que mediana. Llegó el caso de echar la cuenta, y por cuanto no hizo el diablo que faltase dinero para unos pañuelos y no sé qué otras frioleras, con lo cual la dama apareció ruborizada. ¡Qué había yo de hacer! no era para rechazada; volvime a ella y la dije: -«Paquita, no pase V. cuidado por ello; que está en tierra de amigos, y hallándome yo aquí...-¡Oh! no; ¡cómo tengo yo de permitir!... -Es que yo tengo en esta casa ciertas cuentas pendientes, y cabalmente hace falta para arreglarlas un pequeño pico como ése». En vano me replicó dulcemente; yo insistí con más dulzura; y dulcificando más y más nuestros tiros, quedé por fin vencedor, y la hermosa Dulcinea llevó los pañuelos. Verdad es que prometió pagármelos a domicilio.
La tienda entre tanto se iba llenando de gente, y eran tan rápidos los movimientos, que no podía enterarme de ninguno: sólo llamó mi atención una pareja joven, tan exigua y acaramelada, que no pude dudar que se hallaban todavía en su luna de miel . Con efecto era así, y un conocedor no podía menos de adivinarlo al ver las excesivas blondas, follajes y perendengues de la dama, los cuidados y complacencia del galán. Por de pronto, hizo sentar a la esposa con cierta solicitud que me dio a conocer sus esperanzas paternales; empezaron a pedir, y todo era poco para aquella exigencia del alfeñique femenil, y nada demasiado para el provisto bolsillo del marido. Parecíame ya ver hechos los trajes de aquellas brillantes telas, agotada la imaginación de las modistas en crear con ellas forma humana donde no la hay, y casi me daban tentaciones de repetir al marido un gracioso dicho de Tirso:
«Dad al diablo la mujer
Que gasta galas sin suma,
Porque ave de mucha pluma
Tiene poco que comer».
Pero luego conocí que unos cuantos meses de matrimonio se lo dirían mejor que yo. En fin, fastidiado y enojoso, despedime de los muchachos y salí de aquel recinto.
Pero como todavía no eran más que los once y media, me dirigí por el pronto a una de las tiendas conocidas de la calle de la Montera, y me senté delante del pequeño mostrador, coronado de relojes, lamparillas, templos góticos, escaparates y quinqués; pero no era yo solo el concurrente, pues ya otros tres elegantes abonados ocupaban los demás asientos.
Queriendo emplear en algo el tiempo y pedí bastones para escoger uno; al momento todos empezaron a aconsejarme el que debía tomar, alabarme su belleza y asegurarme que era igual al que llevaba el Duque de... y en fin, a hacer los demás oficios propios del mercader; yo, que di poca importancia a sus expresiones, tomé el me pareció, y aún estaba contemplándole, cuando llegó otro camarada que le cogió en sus manos, empezó a blandirle y a probar su elasticidad con tal brío, que a los cincuenta minutos tuve el consuelo de verle dividido en dos. Luego otro de ellos fue a dar una vuelta rápida y rompió el fanal de un reloj; verdad es que quiso pagarlo, pero el dueño no lo permitió; después se levantaron todos y se pusieron a la puerta, y en entrando alguna señora, entraban detrás, y haciendo los mismos elogios de todo lo que ponía en precio; con esto y con algunas palabras más o menos ligeras, noté que las ahuyentaban, en términos que el dueño de la tienda iba poniendo un gesto bastante expresivo.
En esto acertó a parar un coche delante de la tienda, todos ellos se colocaron como en el juego de las cuatro esquinas; bajó una mamá y una hija muy bien parecida, entraron en la tienda, y puso aquélla en ajuste un reloj. Al momento uno de ellos hizo tocar la música, y mientras la madre con una sonrisa placentera llevaba el compas con la cabeza, pie y abanico, la niña, en el extremo contrario, hablaba disimuladamente con uno de ellos, en términos que me hizo sospechar que aquel encuentro no era casual, antes bien, tenía todo el carácter de una verdadera conspiración. La mamá volvió rápidamente a buscar a la niña; pero ya ésta había visto su movimiento en un espejo que delante tenía, y con la mayor sinceridad se puso a preguntar si estaba vivo el pajarito que cantaba sobre una torrecilla del monasterio de Santa Amalverga... ¡Oh, inocencia digna de la Edad Media!... La mamá tuvo trabajo en disuadirla que era fingido, y el galán entre tanto probaba unos anteojos con disimulo, no sin grave susto del amo de la casa, que ya preveía su próxima disolución.
Yo reía de veras de toda esta escena, y por tener un pretexto para dilatar mi permanencia, compré una lamparilla que servía de pedestal a Napoleón meditando los planes de la batalla de Marengo, y un juego de bolos representando todos los varones célebres de Plutarco, y me dispuse a observar el desenlace; mas ¡oh fatalidad! estando en esto dieron las doce, y tuve que echar a correr, sin ver el final de aquel suceso, preguntándome impaciente qué es lo que yo había hecho en una hora, y no pudiendo menos de convenir con Moreto:
«Que de aquí para allí
Y de allí para aquí,
De allá para acá
Y de acá para allá...
El tiempo se va».
(Setiembre de 1832)
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