El día de fiesta
«Sin que pase la tarde
Decir no puedes:
¡Qué día tan hermoso!
Muchos como éste».
***
-¿Muchacho?
-Señor.
-¿Son campanas?
-Sí, señor.
-Temprano la han tomado; ¡si apenas es de día!
-Es verdad; pero como hoy es una fiesta solemne, ya usted ve...
-Y qué, ¿es a fiesta ese tañido?
-Mire V., de todo hay; ésas que se sienten a lo lejos son las de San Ginés, donde se celebra el santo del día, y por eso tocan a vuelo, y las de más cerca son las de Santa Cruz, y tocan a muerto, sin duda por aquel droguero gordo de la calle de Postas, cuyo entierro se verifica hoy.
-Cierra, cierra bien los balcones; que voy a escribir.
-¿A escribir, señor? No verá V.
-Tanto mejor; con eso no sabré lo que me escribo y entraré en la moda del día. Ahora, pues, leamos
despacio mis notas y escojamos materia conveniente... pero han llamado.
-Muchacho.
-Señor.
-Mira quién llama.V.
-Es el vecino de arriba, que va a caza y viene por V.
-¿A cazarme a mí?
-Quiero decir, a que V. le acompañe.
-Buenos días, Sr. Postas.
-Buenos días, vecino. ¿Qué tal? ¿He cumplido la palabra?
-Sí; pero, hombre, salir así, tan de mañana...
-Pues mire V., por mucha prisa que nos demos, ya llevaremos por delante cien escopetas, que habrán estado esperando a que abrieran las puertas.
-¿Conque, es decir, que habré de vestirme?
-De cualquier modo; míreme V. a mí, ¡qué sencillo! zapato blanco, botines de estezado, pantalón gris, chaqueta corta, sombrero de calaña, mi morral, mi frasco y... y nada más; lo que importa es ir ligero para poder andar mucho.
-¡Ah! ¿Con qué, en eso consiste la diversión? Pero... ¡Calle! ¿Otro convidado más?
-No, señor; es el vecino de la tienda, el Sr. Liga, que viene armado con su caña y demás arreos de pesca, para ver si me corría la delantera en llevarse a V.; pero, amigo, por esta vez chasco se lleva.
-Ya escucha V., Sr. Liga, mi compromiso; el señor Postas es más madrugador que V.
-No consiste en eso, señor vecino, sino en mi maldita caña, que he tenido que prepararla con todo cuidado por si acaso pica alguna pieza grande.
-Una ballena tal vez; ¿no es verdad, Sr. Liga?
-Vaya, señor vecino hay que venirse con pullas; que a las veces donde menos se piensa salta la liebre.
-Eso de liebre (replicó vivamente el Sr. Postas) me toca a mí, y salte ella una vez, que así se me escape a mí como por los cerros de Úbeda.
-Pues, señores, ya estoy vestido y a la orden de ustedes.
-Ahora falta que escoja entre los dos elementos.
-El caso es que yo creo que ambos son a cual mejor, y si pudieran reunirse, no encuentro motivo para separarlos.
-Dice muy bien el vecino; ¿hay más que marchar juntos, y allí donde atravesare el aire algún bulto, lucir usted su habilidad, Sr. Postas, y donde toparemos agua, sacar yo partido de la mía?
-Vamos, señores, vamos, pues, a nuestra anfibia expedición.
Esto diciendo, nos dimos a luz por las pacíficas calles, donde sólo encontrábamos a tales horas cual o cual lechero o buñolera, que preparaban con sus expeditos manjares el camino de la tienda de la esquina, que acababa de abrirse, y cuyo amo enjuagaba ya las copas del aguardiente.
La campana de una iglesia inmediata nos recordó que la primera obligación era la de oír misa; entramos en el templo; su inmensidad y silencio inspiraban recogimiento y devoción; el sonido de la campanilla; los trémulos pasos de algún anciano; la tos de algún otro escondido en las capillas; los fuertes golpes de pecho de un mozo, o el silbado rezo de una anciana sentada en el suelo, eran los únicos objetos que alteraban tal vez aquella sublime tranquilidad; y penetrado por ella, no pude menos de comparar tal espectáculo con el que algunas horas después ofrecería el mismo templo, henchido de gentes de todos sexos y condiciones, mezclados sin distinción, y más ocupados en ostentar sus gracias y sus adornos que en la contemplación del acto religioso.
Cuando salimos de la iglesia, ya las plazuelas iban llenándose de géneros y de compradores, siendo los encargados de las fondas los primeros que acudieron a hacer enormes provisiones, prueba no pequeña de la solemnidad del día; y en tanto que mis acompañantes empleaban algunos maravedises en pan y en frutas, compré yo disimuladamente unas perdices y unos peces dando encargo a un mozo que nos siguiera con ellos a lo lejos.
Saliendo después por la puerta de Toledo, nos dirigimos al Canal, con el objeto de realizar nuestra alternativa diversión; el Sr. Liga, en cuanto vio el agua, tomó su posición académica, enarbolando su caña, y el Sr. Postas echó a correr por los vericuetos con la escopeta al hombro; yo tomé asiento al lado del primero, con el objeto de ser testigo de sus triunfos; pero en los tres cuartos de hora que permanecí con él, sólo obtuvo por resultado una rana, un zapato y un pez, que me produjeron tres movimientos convulsivos de risa. Queriendo disimularla en lo posible, me alejé del vecino, fui a encontrar al lejano mozo, y le envié cerca del pescador con encargo de pregonar sus peces, entre tanto que me dirigía a buscar a Postas, cuyos repetidos tiros me daban la esperanza de una abundante caza.
La victoria, sin embargo, no correspondía a aquella salva, pues todo se redujo a un gorrión, que tasado por peritos, podría valer hasta ocho maravedises, a trueque de cinco reales muy cumplidos de municiones que iban ya consumidos. El héroe, sin embargo, no se desanimó, y viéndome venir redobló sus esfuerzos, sosteniendo con guardas y pastores tantas disputas como descargas hacía; pero observando yo lo inútil de su eficacia, resolví acudir al consabido expediente de llamar al de las perdices para que diese una vuelta alrededor del cazador.
Situeme después en un puesto distante, y según la señal convenida, llamé con la bocina a mis dos corsarios; no tardaron en llegar cantando victoria, ostentando con su aire triunfal sus presas, y contándome el pormenor de su captura; yo les felicité como debía; pero al preparar el almuerzo con ellas, no pude resistir a la tentación cruel de hacer presente al Sr. Postas que aquellas perdices habían sido cogidas con lazo, y aquellos peces eran de otra clase que los que se dan en el Canal: replicáronme fuertemente; aparenté convencerme; mas volviendo a sonar el cuerno, se presentó mi montero mayor con el resto de las provisiones. Dejo pensar el efecto grotesco que produciría su vista en ambos adalides, y sólo diré que, deseosos de recobrar su honor en el segundo ojeo, corrieron de nuevo a las armas, y me dejaron en disposición de volverme pacíficamente a Madrid.
Las nueve poco más serían cuando le atravesé de uno a otro extremo, y mientras lo hacía con todo despacio saboreando las diversas escenas que se presentaban a mi vista, sentime llamar por un amigo, que me seguía de cerca, el cual tomando la palabra, -¿Qué es eso, señor Curioso (me dijo), va V. recogiendo materiales para sus Escenas Matritenses? Pues algunos podría yo darle a usted; que también yo hago mis observaciones, y aun me precio de inteligente en el arte de Lavater. Y si no, ¿quiere V. que le diga el estado y las circunstancias de todos los que van pasando a nuestra vista? Pues óigalo V.
¿Ve V. aquel caballero tan bien portado, que corre diligente con un lío debajo del brazo, cubierto con su pañuelo? Pues ese caballero es un sastre que va a llevar la ropa a los parroquianos; diez y seis de ellos están esperándole sin salir de sus casas, y él no lleva recado más que para cuatro, con que los otros doce irán a reconvenirle al taller; pero él ha previsto ya este inconveniente cerrándole y marchándose a pasar el día al soto de Migas Calientes.
Ahora repare V. a esotro lado, y observe esa pareja que cruza delante de nosotros; media hora hace que salió la joven (que en su guardapiés de primavera, delantal negro, pañuelo amarillo y mantilla de sarga, muestra ser diosa de cocina) de una casa en la calle de la Magdalena, y al despedirse del ama, que la encargó que volviera pronto, respondió muy satisfecha: -«Descuide V., señora, en cuanto oiga misa». Pero al volver la esquina de la calle tropezó con aquel mancebo, que la esperaba, y aunque en todo este tiempo que van juntos han pasado por diferentes iglesias, en ninguna han dado muestra de entrar; y no es lo peor eso, sino que por el rato que va trascurrido, tendrá ya la muchacha que volver a su casa.
-¿Y a V. qué le importa -le repliqué yo a este punto-esa intriguilla escuderil? Eleve V. un poco su pensamiento, y repare, si es que ya no lo hizo, en esta mamá noble, que acaba de salir de su casa llevando delantero un pimpollo de muchacha; observe aquel cuidadoso descuido de su traje matutino, y cómo no ha temido su belleza a la peligrosa experiencia de la papalina rizada y pegadita a la cara; vea V. cómo ese pañuelito corto y recogido al cuello nos deja contemplar su talle delicado, y la botita de color su pie de cinco puntos; mire V. con qué gracia nos hace conocer que va a misa, ostentando en las manos su devocionario, lindamente encuadernado a la Gauffré por Alegría o por Ginesta; pero, sobre todo, ¿a qué no adivina V. por qué vuelve la cabeza tan repetidas veces hacia nosotros? Pues no se esponje y envanezca, que no repican por él, y si no, torne V. su vista hacia ese joven militar con capote de harragán azul forrado de encarnado, que viene detrás de nosotros acortando sus pasos y como midiéndolos a un compás conocido, rizándose los bigotes y oblicuando sus miradas a la acera izquierda, por donde va la niña.
-¿Y cómo ha sorprendido V. su pensamiento?
-Muy fácilmente: observando que él salió de un portal de enfrente al mismo tiempo que ella de su casa, espiando después sus miradas de inteligencia, y... pero ¿a qué cansar? Sígales V. si quiere, y por mí la cuenta si no les viere oír una misma misa. Mas no; déjeles V., y repare en ese joven que se adelanta hacia nosotros con su traje deslumbrante, como que conserva aún todo el brillo de la fábrica; contemple V. su atusado sombrero, todavía caliente de la plancha; su elevado corbatín; su lazo tan enigmático; sus botones de piedras de color; los sellos de similor purísimo; pues es un honrado ropero de la calle de Toledo, que va derechamente a hacer su visita matutina y en gran tren a su futura, la hija de madama Bobiné, modista de Orleans; pero antes reflexiona que será bien comprar unos guantes amarillos para mayor autorización de su blanca mano, y con efecto, entra en aquella mal cerrada guantería; mas ¡ay! que ése que ha entrado detrás de él es un alguacil; mucho me temo que al guantero le ha de costar diez ducados de multa el vender guantes el día de fiesta; verdad es que el día de trabajo nadie se los compra.
-No pierda V., por Dios (me dijo a este tiempo mi amigo), el espectáculo de ese coche simón, nuevo caballo troyano, en cuyo seno han encontrado cabida hasta once cabezas entre chicas y grandes, formando un grupo piramidal en forma de caricatura, a cuyo pie podría escribirse: Una Boda del Barquillo. La novia es una tabernera de la calle de San Antón, y el novio un alojero de la de San Marcos; el padrino, que es un tocinero rico de la Costanilla, ha tomado el coche para todo el día, con el objeto de pasear la boda por las calles y saludar a todo el mundo; pero como las mulas son algo flacas y la carga demasiado gruesa, y como por otro lado han tomado la precaución de emborrachar al cochero de aquí viene esa marcha oblicua y desigual que V. observa, y que concluirá por dar con la boda en el suelo, no sin grave contento de curiosos y muchachos que acompañen con sus silbidos los lamentos de los contusos.
Con estos y otros espectáculos, eran las once cuando llegué, a mi casa, y al pasar por delante de la tienda del señor Liga observé a un mancebo muy agraciado que estaba a la puerta haciendo sonreír a la esposa de aquél, con lo cual no pude menos de exclamar: ¡Cosas del mundo! ¡Su marido acaso no habrá sacado aún un pez, y a ella, sin buscarlos, se le vienen a la mano!
Subí, diciendo esto, a mi cuarto, cuando sentí abrir la puerta de mi vecino el Sr. Magnífico Pabón, cuyo criado, cuadrándose en la escalera, preguntó: -«¿Es el peluquero de su señoría?». -No, amigo, le contesté; pero, según el tufo de esencias que me ha dado al pasar, juraré que le dejó a la puerta de la tienda, componiendo una receta de mil flores; y así era verdad, pues a este tiempo subía ya el mancebo, preparando los peines al son del romance francés de Le Trouvadour.
Encerrado, por fin, en mi cuarto, me proponía aprovechar el resto de la mañana en disponer mi artículo; mas no bien lo empezaba a hacer, cuando entró por la puerta el Sr. D. Magnífico en persona, radiante como un reverbero, que iba a la corte con su uniforme nuevo; propúsome acompañarle para hacer después juntos varias visitas; acepté el ofrecimiento, y henos aquí caminando a Palacio por entre una multitud de carruajes de todas edades y condiciones, y de otra aun más numerosa de pedestres en canillas, cuya vista fija en los pies se hallaba ocupada en defender las nacaradas medias de la inmunda profanación del lodo.
Llegados a Palacio, subió mi compañero, y yo marché a esperarle en casa de un amigo, donde no tardó en llegar, con lo cual empezamos nuestras visitas de buen tono; pero tuvimos la suerte de despacharlas pronto, porque las señoras habían salido, cuál a la misa de la tropa, cuál a la de las dos en el Buen Suceso, cuál a la revista en el Prado, y cuál, en fin, a otras visitas, y esto me convenció de la ventaja de hacerlas en día de fiesta. A todo esto eran ya las tres, y por indicación de D. Magnífico, y aunque no teníamos necesidad de ello, atravesamos a lo largo la calle de la Montera, en cuya acera izquierda se hallaba reunida a aquella hora, entre sol y sombra, la flor y la nata de la andante caballería, y al pasar por aquellos grupos, no pudo prescindir mi vecino de bajar el cristal y sacar por el ventanillo la manopla de su uniforme, con lo cual quedó satisfecho de haber fijado la conversación general por cinco minutos.
La tarde de un día de fiesta necesitaría por sí una prolija descripción, en que podría lucir el pintor el efecto de los contrastes. Pintaría de un lado a una buena parte de la multitud, piadosa y recogida, poblando las iglesias para asistir al jubileo o al sermón, en tanto que otra gran parte del pueblo corre bulliciosa a los circos a presenciar las gracias de un novillo o las desgracias de un volatín; opondría la variedad y la alegría de los retirados paseos, tales como la pradera del Canal, la Florida, la Virgen del Puerto, la Fuente Castellana y otros así, en que las meriendas improvisadas, las danzas provinciales y los juegos bulliciosos ofrecen una animación exagerada, y aun peligrosa algunas veces, a la prosopopeya uniforme de los paseos de buen tono, como el Prado y el Retiro; las ruidosas disputas de las tabernas y las acaloradas discusiones de los cafés; la complacencia extraordinaria de los espectadores de la escena muda del descuartizado, ejecutada por el primer fantasmagórico español, o de los azares de D. Simplicio Bobadilla, y la fría indiferencia de la sociedad altisonante escuchando pocas horas después el Cid de Corneille o el Pirata de Bellini. Esto me hizo repetir la observación que alguno ha hecho antes que yo, a saber: «Que las fiestas son variedad en el aburrimiento del rico, consuelo y verdadero placer del pobre».
Tarareando aún el rondó final de la ópera regresé a mi casa para descansar de una vez; pero me hallé con un nuevo suceso, que vino a distraer mi atención, y fue que, al entrar en mi cuarto, me hallé tendido al Sr. Postas llorando su desventura.
-¿Qué hay, Sr. Postas? ¿qué llanto es ése?
-¡Pobre de mí, señor vecino; pobre de mí, que he ido por lana y vuelvo trasquilado!; quiero decir, que salí de mi casa a cazar sin haberlo conseguido, mientras que otro ha cazado en mi casa todo lo que había en ella.
-¡Qué desgracia!
-Verdad es que no había nada; pero menos he hallado yo fuera, como no sea este fogonazo que me ha abrasado media cara.
-Vaya, consuélese V.; podrá ser que... pero ¿qué voces son estas que se sienten arriba?: «¡que me mata, vecinos!». ¿Qué es esto?
-Nada, señor vecino, no se asuste V., será el tío Curro Cariñena, el oficial de zapatero que vive en la buhardilla de la esquina, que vendrá con el refuerzo acostumbrado en tales días, y tratará de disculparse con su mujer dándola de palos.
-¡Infeliz! Vamos a socorrerla.
Hicímoslo, en efecto, no sin grave trabajo, y dejando al Sr. Postas en su habitación, torné yo a la mía para acostarme, como lo hice, procurando desechar penas y enojos; pero el ruido del baile que aquella noche daba don Magnífico, pared por medio de mi alcoba, no me dejaba sosegar un momento, haciéndome renegar de mi vecindad y del día de la fiesta, cuando de repente siento una agitación universal en toda la casa, y entre carreras y gemidos llegan a mí las voces de «¡fuego, fuego!». -Salto precipitado de mi lecho, corro al peligro, y encuentro que era el fogón del Sr. Liga, que habiéndole abandonado sin precaución por todo el día, el marido ausente en la pesca, y la mujer en los novillos, salía ahora con la ocurrencia de que se estaba quemando desde las seis de la tarde. La consternación entonces se hizo general; toda la vecindad acudió a apagar el incendio, y aunque felizmente lo conseguimos muy pronto, tardamos aún el resto de la noche en recoger las reliquias de muchos efectos que algunos amigos oficiosos, para librarles de todo peligro, habían arrojado violentamente por el balcón.
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