Eso del calcular la fuerza de los motores de aeroplano hablando de caballos, es quizás lo que aún no les ha hecho estables, tranquilamente estables en el aire. Había que llamarles águilas o avestruces, y a los de los hidroplanos tritones. “Tantas águilas de fuerza” o “Tantos tritones”, se debería decir.
Tenía orejas ideales para sostener el lápiz, y por eso hubo que dedicarle al comercio.
Aquellas patillas morenas entrecomillaban la calle.
La lluvia pespuntea el traje de invierno de la ciudad.
Donde rompen los amantes para siempre queda el monumento de su despedida. Lo volverán a ver intacto y marmóreo cuantas veces pasen por ese sitio.
El viento mueve las hojuelas de nuestro sistema nervioso.
Lo que más le duele al aire son esos latigazos de los cocheros, que le hacen restallar como si le hubieran pegado un tiro.
El reloj del usurero marca las horas, los cuartos y los tantos por ciento.
Los sillones sin forro de las tapicerías son sillones en paños menores.
Las palabras con puntos suspensivos resultan aderezadas con guisantes.
El tubo de desahogo del automóvil del obispo debía lanzar humo de incienso, en vez de humo de gasolina.
Estando bañándome -las grandes teorías nacieron en el baño- y viendo el oleaje y desnivel que yo causaba en la tina, pensé que quizás las mareas y las olas se deben a que Dios se baña en medio de los océanos.
En las iglesias debía haber unas chimeneas para que saliesen las oraciones.
Todos los tíos que se desperezan son como salvajes que disparan su flecha al aire.
Esas grandes gotas pesadas, terribles, que a veces caen sobre nuestros sombreros son otra cosa que nos ha lanzado la Providencia, como esos niños que se asoman a los balcones, escupen al transeúnte y se meten corriendo.
La Providencia sabe cosas absurdas, como cuántas sardinas han existido desde la creación... La estadística de todo se lleva en sus oficinas.
Hay unos papeles que se pegan a los zapatos y que, aunque uno es prudente y espera a que ellos se suelten, hay que enfadarse con ellos para que no nos sigan.
No solo es lo malo que se caiga el botón, sino la verruga de pelo que queda encima, en su sitio.
Esa cosita respingona que llevan en la coronilla de la boina los que usan ese capacete, es el rabito por donde la muerte les agarra cuando están maduros, como peras que coge del frutero para comérselas.
El otro lado del río siempre estará triste de no estar de este lado... Esa pena es de lo más insubsanable del mundo y no se arregla ni con un puente.
Hay una beatas que rezan como los conejos comen hierba.
Un hombre que conserva mucho el palillo en la boca es un verdadero rumiante.
Debía proscribirse el uso de la pizarra en los colegios, porque el niño con pizarra parece que estudia para carbonero.
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