lunes, 13 de enero de 2014

Mesonero Romanos en "Mi calle"

Mi calle

«Si hacen de mi humor desdén,
No tienen más que gustallo,
Mientras por tonto echo el fallo
A quien no le sepa bien».
IGLESIAS.

Cierto que es preciso haber nacido con una inclinación bien pronunciada hacia la observación de las costumbres, para pretender seguir describiendo las nuestras en los tiempos de rápida transición y de movilidad prodigiosa que alcanzamos. -Si la primer circunstancia recomendada por el artista para obtener la semejanza de un retrato es la inmovilidad completa del original, ¿cómo pretender alcanzar aquella cuando el modelo se cambia y agita en todas direcciones y a cada momento, y ora ríe y charla y se envanece, haciendo pomposo alarde de su arrogancia, ora se lamenta y esconde como para ocultar su abyección y miseria? ¿Cómo y en qué momento sorprender a un ave que vuela, a un niño que crece, a una rueda que gira, a un pueblo antiguo, en fin, que desaparece y se confunde en otro nuevo, que renuncia lo pasado y sacrifica lo presente por entregarse a las ilusiones y esperanzas del porvenir?

Y cuenta, señores lectores, que aquí no voy a tratar de los grandes acontecimientos políticos que diariamente vemos sucederse entre nosotros; mi particular condición me mantiene a una distancia respetuosa para querer ocuparme en ellos, y nunca mi modesta pluma lo ha pretendido, ni a mí intentado. En este punto digo con Mercier: -«Pasajero en el navío, no pretendo gobernar al piloto». -Empero aquellos acontecimientos, aquella vitalidad asombrosa de este siglo del vapor, que atravesamos, imprimen a las costumbres su reflejo, prestan al nuestro su carácter rápido e indeciso; y bajo este aspecto entra en la jurisdicción del Curioso el considerarle, no ya en los profundos y enmarañados bosques de la ciencia política, no, en el animado cuadro de la historia contemporánea, sino, en el no menos armónico y consecuente de los usos y costumbres populares. -Quédese para espíritus más elevados, para plumas mejor cortadas, el indagar y desenvolver las causas; mi natural cortedad me limita a los efectos más prosaicos y palpables.

Reducido a este estrecho recinto, apenas llegan a mi noticia los acontecimientos públicos; ni frecuento los salones políticos; ni los señores periodistas de todos los colores del iris ven mi nombre en las listas de sus abonados; ni el cartero sabe las señas de mi habitación; ni en los cafés hago otra cosa que beber; ni pueden quejarse de mí las tiendas de la calle de la Montera ni las losas de la Puerta del Sol. -Pero, en medio de este aislamiento, y cuando las ideas vienen, por decirlo así, a materializarse, no puedo menos de observar en ellas la marcha de este siglo corretón y que parece que va huyendo de su sombra. -Como de paso, y desde el ventanillo de una diligencia, veo sucederse los hombres y las cosas, cual se suceden en un camino los troncos y los brutos, y multiplicada la rapidez con que ellos marchan por la rapidez con que yo vuelo, viene a reproducirse en mi imaginación un resultado tal de movimiento, que apenas acierto a bosquejar en ella ni aún los objetos más notables.

Así que, procediendo por impresiones del momento y sin ningún conocimiento de causa, no es extraño que lleguen a sorprenderme las cosas que me saltan al paso, y que, a falta de conocer su objeto, venga a deducir consecuencias que, por lo naturalmente simples y materiales, pudieran figurar airosamente en el diccionario de Pero Grullo. Por ejemplo:

Cuando recorriendo de esta manera las calles de nuestra capital veo darse tanta prisa a derribar edificios monumentales, supongo de buena fe que habría sobra de ellos; cuando veo construirse anchas aceras y cuidarse de la mayor comodidad de los pedestres, entiendo que acaso vayan a suprimirse los coches; cuando advierto la riqueza excitante de las tiendas, calculo la ingrata esquivez de los compradores; cuando reparo en la elegancia y profusión de nuestras boticas, saco la consecuencia del profundo saber de nuestros médicos; la variedad y confusión de los trajes me hace sospechar la que reina en las opiniones; la enciclopédica ostentación de los esquinazos de la Puerta del Sol me pone al corriente del estado brillante de nuestra literatura; y la grata diafanidad de los nuevos faroles me convence plenamente de que estamos en el Siglo de las Luces.

Mas ¡oh contraste! ¡contraste verdaderamente romántico y teatral! Cuando miro el empedrado de algunas calles, las casas a la malicia, los calesines desvencijados, las escaleras de la Plaza, los tocadores al sol de la calle de Lavapiés, la fuente de la Puerta del Sol, las droguerías de la calle de Postas, el teatro de la Cruz, la fachada del Hospicio; entonces, como que prescindo de todo lo demás que vi, y recuerdo entre sueños el Madrid pasado; aquel Madrid de la clásica antigüedad, que cada día me veo precisado a arrancar hoja a hoja del "Manual".

Vuelvo a repetirlo: el espectáculo de nuestras costumbres actuales, de estas costumbres indecisas, ni originales del todo ni del todo traducidas, ni viejas ni nuevas, ni buenas ni malas, ni serias ni burlescas; esta mezcla de nuestros propios gustos con los gustos aprendidos en el extranjero; este refinamiento de lujo al lado de la más espantosa miseria; esta inconstancia de ideas, que nos hace abandonar hoy el proyecto de ayer, y deshacer lo hecho solo porque existe; y ensayarlo todo, y todo exagerarlo; y llevar el género clásico-retrógrado hasta dormir, y el romántico-progresivo hasta accidentarse; y silbar a los unos y a los otros; y matarse porque se escriba, y luego no comprar un libro; y correr desde los toros a la ópera italiana, desde la tribuna al sermón, desde las sociedades políticas al Prado, desde lo alto a lo bajo, desde lo pasado al porvenir, y desde lo presente a lo pasado; desde el año 8 al 14 y del 14 al 8, del 23 al 14 y del 33 al 20, del 36 al 12 y del 37 al... ¡sábelo Dios!... Todos estos vaivenes todas estas inconsecuencias, toman forma material, por decirlo así, en nuestras casas, en nuestros trajes, en nuestras diversiones, en nuestros placeres, en los usos, en fin, más indiferentes de nuestra vida privada.

Un filósofo práctico no puede dejar de ver todo esto con solo recorrer las calles de Madrid; y sin ser Víctor Hugo, ni estar acostumbrado a trasladar el lenguaje de las piedras al idioma vulgar, no podrá menos de reconocer estos vaivenes, esta incertidumbre en todos los objetos que hieran sus sentidos. -Ellos le ofrecerán una población rica y pobre, indiferente y agitada, atrasada y progresiva, con recuerdos y con esperanzas, con fanatismo y con filosofía; mezcla, en fin, de lo delicado y lo grosero, de las épocas que pasaron y de las que van a suceder.

Puede que haya alguna exageración poética en este aserto; pero yo veo todo esto y ala más en las calles de Alcalá y de Lavapiés, de la Montera y del Barquillo, de San Antón y de Carretas. -Pero ¿qué digo? sin salir de la mía pudiera presentar a mis lectores un compendio que bastára a probar ex ungue leonem; -y por cierto, ya que he nombrado mi calle, no quiero renunciar a trazar este ligero verbigracia, este prospecto sustancial, siquiera parezca impertinente y como traído a mi intento por la cabellera.

Figúrese, pues, el que guste acompañarme, una calle que, sin ser elegante ni bulliciosa de suyo, participa de la influencia de dos de las principales de Madrid, a quienes sirve de paso y comunicación. Con solo salir de una de estas y dar un paso en la mía, ya se ha retrogradado dos siglos, ya se ha constituido el viajero, no diremos en el Madrid de los moros, pero al menos en el de Cervantes y Calderón. -Las anchas y cómodas aceras, camino real de Pontejos, no han penetrado aún en este modesto recinto, ni lo permite su estrechez ni torcida dirección, semejante en lo indecisa a la que llevamos en lo que va de siglo; un empedrado menudo, vacilante y desigual, forma la base de su sistema; algunas de sus casas, aparentando marchar con el siglo, elevan su cándida frente sobre los edificios estacionarios que las rodean; y el lujo y la juventud de aquellas contrastan singularmente con la decrepitud y desaseo de estas; unas y otras, empero, por sus formas respectivas, revelan, ya el esplendor, ya la miseria de sus habitantes, y de aquí el que los efectos del ya citado contraste se extiendan, no tan solo al aspecto físico de las casas, sino también a las inclinaciones, usos y condición moral de sus pobladores.

Para proceder con el orden debido, o lógicamente, como dicen los escolásticos, podemos tomarnos la molestia de penetrar por una de las entradas de dicha calle, deteniéndonos, según conviniere, en aquellos objetos más marcados. -Por de pronto, se nos presenta interrumpida la línea general de las casas por dos o tres de ellas, que intestan algunos pies más retiradas que las demás, lo cual, sin duda, debió originarse de algún plan de desahogo y de mejora de esta calle, que existiría en los tiempos antiguos, y que, como todos los planes de mejora que se forman en España, fue abandonado después. -Este ligero recodo forma lo que en Madrid se llama una plazuela, bien que (sea dicho en verdad) tan incógnita, que aunque con su rótulo y todo, se escapó a la solícita averiguación del último corregidor de la villa. -Ustedes, señores lectores, querrían que yo compulsase el dicho rótulo, aunque no fuese más que para sacar el ovillo por el hilo, y averiguar de esta manera la calle que hoy me toca sacar a la escena; pero ¿no conocen VV. que esto sería demasiada candidez, candidez semejante a la del pintor de Orbaneja, o a la de aquel otro que, habiendo trasladado en su lienzo a San Antón y su inseparable compañero, puso debajo, para evitar dudas indiscretas: «Este es San Antón, y este otro es el cochino»? -Yo, en fin, no he de revelar el nombre de mi calle, sino dar tales señas de sus facciones, que aquel que la conozca no pueda menos de exclamar: «Esta es».

Volviendo a la plazoleta de su entrada, no hay que alegar de su inutilidad, pues que sirve de común patrimonio a un herrador, a un carbonero y a una cabrería, los cuales alternan armónicamente en su tranquila posesión, según las horas del día, a saber: el carbonero, durante las primeras de la mañana, procediendo al descargo y encierro de las seras de carbón, operación atlética, en que los robustos asturianos ofrecen gratis un espectáculo no menos prodigioso que el de los señores Darrás y Manche; el herrador, en lo restante del día usa de la plazuela acondicionando bestias de toda especie; y el cabrero, al anochecer (como es uso y costumbre en toda égloga), echando a pacer las mansas cabrillas, no ya la hierba aljofarada, sino los pedazos de tachuela y los desperdicios del cisco.

Una taberna (con perdón) sale al paso, y detendría al menos aficionado, si no fuera por otras tres o cuatro que se disputan con ella el surtido de la calle; pero cuenta que la que hablamos es taberna filosófica, con dos puertas como el templo de Jano, una de paz y otra de guerra; una pública y ostensible, otra disfrazada en un portal ¡y qué portal!... portal-pasaje, que comunica con una calle principal y con una oficina, y luego por la parte de arriba huéspedes, y qué sé yo cuántas cosas... ¡Feliz situación de establecimiento!

«¡Si es o no invención moderna,
Vive Dios que no lo sé!
Pero delicada fue
La invención de esta taberna».

Las casas nuevas y renovadas se ostentan por lo regular en la acera izquierda; la derecha la ocupan las accesorias de dos establecimientos públicos; el uno, financiero ; el otro, artístico ; aquel, concurrido; este, solitario; este, demostrando en su lúgubre manto el miserable estado de las artes en España; aquel, dando a conocer en su animación la tendencia y objeto de este Siglo del Oro. Uno y otro, a decir verdad, podrían haberse ido a situar a otra parte, y no venir a oponerse a la propagación de nuestras luces. Afortunadamente para el último tercio de la calle, ciertas tapias de un convento de monjas favorecen a la claridad del frente, máxime después que la revolución ha venido a batir las cataratas o pantallas de los balcones. -Esto en cuanto a la vista; en cuanto al olfato, no nos falta ocupación a los vecinos de la tal calle, teniendo a mano la sección central del diabólico invento de Sabatini; -más allá brinda mil placeres al gusto un establecimiento gastronómico de seis reales abajo; -tres o cuatro barberos, oportunamente colocados, se encargan por su parte de asegurar al oído sus más punzantes sensaciones; -y por último, algunas cortinillas vergonzantes dejan adivinar otros estímulos al más perseguido y envidioso de los sentidos.

De todo hay, pues, en esta enciclopédica calle: lujo e indigencia, clásico y romántico, virtudes y yerro, oro y estiércol; y todo en cuatro pasos, como quien dice; y en estos cuatro pasos, que dan VV. todos los días, señores lectores, distraídos e indiferentes, no habrán hecho alto en el bullicio de las tabernas, ni en el silencio del convento; ni en la desentonada vihuela y la seguidilla del entresuelo, ni en el armónico piano a la preghiera del príncipal; ni en la carretela parada a una puerta, ni en la sabatina que sale por otra; ni en los cabritillos que triscan ni en los muchachos que retozan; ni en las casas al estilo de Londres, ni en las otras al estilo de Leganés; ni en los empleados que entran, ni en los que salen; ni en los huéspedes forasteros, ni en los habitantes indígenas; ni en la elegante romántica de la Edad Media, ni en la compaseada manola de la mantilla de terciopelo; ni en los dichosos del día, ni en los desdichados de la noche; ni en nada, en nada, en fin y de todo lo que constituye este variado espectáculo, este cuadro de fantasía que llamamos... -¿Su calle de V.? -Sí, señores lectores, la de ustedes, la mía, cualquiera de las calles de Madrid: se entiende, del Madrid de 1837.

*Mesonero Romanos vivió en la calle Angosta de San Bernardo, actualmente Calle Aduana, entre Gran vía y Alcalá, y que corta a Montera.

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