Grandeza y miseria
«No son todas las leyes generales,
Que muchas excepciones hay en ellas
Ni las cosas del mundo son iguales».
L. DE ARGENSOLA.
Hallándome en Zaragoza durante mi primera juventud, contraje amistad íntima con el hijo del Marqués de..., joven amable, franco y bullicioso, como yo lo era también entonces, y como me pesa no serlo ahora; nuestras relaciones no eran de esas superficiales que las circunstancias o la casualidad suelen combinar; antes bien tenían el carácter de una verdadera amistad; así que, viviendo juntos, y no separándonos ni en aquellos ratos que dedicábamos al estudio (que eran los menos), ni en los que dábamos a la distracción y los placeres (que eran los más), llegamos a ser citados en la ciudad como modelo de amistosa fidelidad.
Ricardo (que así se llamaba el hijo del Marqués) unía a una bella figura la elegancia en el vestir, la destreza en la esgrima y en la danza, y la bizarría para dominar un alazán, con lo cual era tenido por el primer caballero de la ciudad; pero al mismo tiempo (preciso es confesarlo) los estudios de Ricardo se habían limitado a esto solo, y los maestros de filosofía, de ciencias y de idiomas no tenían los motivos de alabanza que los de equitación y de baile. En vano procuraba yo hacerle sentir lo equivocado de su conducta; la obligación en que su elevada cuna le ponía de adquirir una instrucción poco común; hablábale de la necesidad de corresponder a su noble apellido; los graves cargos y responsabilidades que algún día pesarían tal vez sobre sus hombros, y le ponía delante la consideración de que tanto mayor es el yerro cuanto mayor es el que yerra. Todo esto lo escuchaba con la bondad natural de su carácter; pero la adulación llegaba muy pronto a destruir mi obra, y no faltaban labios fementidos que le hacían creer que el estudio no era ocupación digna de un caballero, y si sólo de aquellos que lo necesitan para elevarse; que supuesto que él era ya marqués y poderoso, de nada más necesitaba; que se dejase de cálculos y de vigilias, y sólo se ejercitase en aquellos juegos propios del valor ó de la destreza, que tan bien sientan en las personas bien nacidas; con lo cual y la aprobación de unos ojos negros, seducían al pobre Marqués en términos, que hube de dejar a que el tiempo obrase lo que yo no podía.
Desde entonces su casa fue la mansión de la disipación y de los placeres; los festines, las músicas, las partidas de caza se reproducían sin cesar; las damas más bellas de Zaragoza se disputaban los favores del señorito; los jóvenes imitaban sus modales y vestido; las modas de París y de Londres, los coches de Bruselas, los caballos normandos, todo le era presentado por diestros corredores, que hallaban el secreto de cuadruplicar su valor; y sin haber salido de Zaragoza, afectaba ya los usos de un fashionable de Londres, y hablaba mal de nuestras cosas, con lo cual, y fiándose de mercaderes extranjeros, muy pronto se vio asaltado de acreedores y chalanes.
La suerte me separó por entonces de mi amigo, y durante mi larga ausencia recibí algunas cartas suyas en que manifestaba sus ahogos y compromisos, que llegaron al extremo; pero la muerte de su padre vino a poner término a ellos, y el nuevo Marqués, al noticiámela, al mismo tiempo que su casamiento con una señora de su misma clase, me manifestaba que había variado de vida, arreglado sus negocios y establecido un plan conveniente para lo sucesivo. Poco después me escribió su marcha a la corte, adonde le llamaban sus deseos hacía muchos años, y desde entonces nada volví a saber de él
hasta que habiendo yo venido a Madrid, le visité como un amigo antiguo; pero ya no encontré aquel Ricardo compañero de mis primeros años, sino al Marqués de..., uno de los hombres más visibles de la corte, y cuyo tren y magnificencia oía ponderar por todas partes. Recibiome con atención, pero sin cordialidad; me enseñó con una distracción afectada su palacio, sus elegantes adornos, su jardín, sus caballos y carrozas, y aun me presentó a la Marquesa como un amigo de su niñez ; pero en todos sus modales noté una reserva, una pretensión que me obligó a mantenerme a cierta distancia, sin que ni él ni yo pareciéramos acordarnos de nuestra antigua familiaridad.
Sentilo ciertamente, aunque no tanto como si le hubiera necesitado; pero me propuse no volver a visitarle, y en este estado se corrieron algunos años, hasta que días pasados, atravesando la calle de Alcalá, me oí llamar desde un coche y conocí al Marqués, mi antiguo camarada; no dejó de sorprenderme esta demostración, pero aún más me sorprendieron sus instancias para que al siguiente día le acompañase a almorzar, por tener, según dijo que consultar conmigo cosas y del mayor interés; y sin dejarme acción para producir mis excusas, me hizo darle palabra terminante.
Llegado el momento, me encaminé a la casa del Marqués, preparando de antemano mi amor propio contra todo evento. Entré en el portalón, y a fuer del precepto de «Nadie pase sin hablar al portero» , escrito en enormes caracteres sobre la pequeña casilla de éste, me dirigí a él para darle mi nombre; pero fue en vano, porque el buen inválido prosiguió en su ocupación, que era enseñar el ejercicio a un perro de aguas; bien es la verdad que con la mano me enseñó gravemente la escalera. Pero el diablo y mi poca memoria hizo que entrase por la primera puerta que encontré, donde vi tres hombres alrededor de una mesa, que jugaban a los naipes, y sin alzar los ojos a mí ni informarse a quién buscaba, tiraron de una cuerda desde su asiento y abrieron una mampara que daba entrada a un salón cubierto de dobles filas de bufetes, todos ocupados por varios caballeros.
Disputaban a la sazón fuertemente sobre si eran ocho o nueve mil duros, si se contaban desde tal o tal mes, y otras condiciones, con lo cual no dudé que se trataba de algún arrendamiento de las posesiones del Marqués; pero el nombre de una artista italiana que pronunciaron me hizo caer en la cuenta de que su conversación era cosa de interés público. No la interrumpieron por mi llegada, antes bien me hicieron participe de ella, hasta que habiéndose enterado de mi deseo de ver a S. E., y de la equivocación que me había hecho entrar en las oficinas, uno de ellos tuvo la bondad de acompañarme para ir a buscar otra escalera, lo cual hicimos atravesando unas cuantas salas, todas igualmente ocupadas que la anterior, y sobre cuyas puertas había varios rótulos, como Secretaría, Contaduría, Archivo, Tesorería , etc., etc.
Las ocupaciones de aquellos señores eran varias; cuál se adiestraba en hacer rúbricas y letras góticas; cuál leía la Gaceta con los codos sobre el bufete y meneando los labios; quién tomaba el sol cerca de la ventana; quién dormía en un sillón con las manos metidas en los bolsillos del pantalón; y luego entraron los porteros y traían sendas botellas y vasos acompañados de panecillos, con lo cual todos se apresuraron a tornar las once para cobrar nuevas fuerzas con que servir a S. E.
Compadecime del Marqués, a quien una antigua preocupación obligaba a mantener aquella cohorte, y subí a la habitación principal. No había nadie en ella; atravesé la segunda sala en la misma soledad; pero a la tercera me encontré con un grupo de lacayos que hiciéronme aguardar hasta que llegase el portero de estrados; pareció éste al cabo de un buen rato, con toda la autoridad de un conserje, y dudando de pasar a tal hora recado a S. E., díjele que era llamado; y entonces, sin dejar de mirarme de arriba abajo con una curiosidad desconfiada, envió a llamar a un ayuda de cámara, el cual me dirigió a otro, y éste a otro, que me hizo dar con el secretario particular, quien ya tenía antecedentes de mi visita.
Abriose, por fin, la mampara que ocultaba a S. E., y entrando en el gabinete, me encontré al Marqués, que acababa de dejar el lecho y se había recostado en el sofá por precaución para no fatigarse, mientras se entretenía en formar varias figuras con pedacitos de marfil pintados.
No bien me vio, tiró todas las fichas y corrió a abrazarme, en lo cual y en su expresión amable y sincera volví a reconocer a mi amigo Ricardo; los criados dispusieron el almuerzo, y al concluir de él, cogiome el Marqués del brazo y descendimos al jardín, donde empezó la conversación de esta manera:
-Sin duda, amigo mío, que mi proceder te habrá parecido extraño, ya por la pasada indiferencia, ya por la cordialidad presente, y no dejo de confesar que en efecto lo es.
-Ni yo debo ocultarte que me ha sorprendido tu llamada más que tu indiferencia, pues conozco muy bien que el ambiente de la grandeza no sienta bien con la franqueza de la amistad.
-Sin embargo, yo no debí olvidar la nuestra; mas por desgracia no es el remordimiento que debía inspirarme mi proceder contigo lo que me hace recurrir a tu amistad; es más bien un sentimiento de egoísmo.
-¿Cómo?
-Sí, amigo mío, necesito de ti.
-¿De mí? ¿y en qué puedo yo servir al poderoso Marqués de...
-¡Poderoso!... ¡ay!... no lo soy; pero aunque lo fuera, siempre me serían oportunos los consejos de un amigo verdadero: juzga tú cuánto más necesarios me serán en la desgracia.
-Habla, mi querido Marqués; si mi amistad puede aliviarte en algo, desahógate con tu mejor amigo.
Un momento de silencio y un estrecho abrazo del Marqués interrumpieron por algunos instantes nuestro diálogo.
-Ya te acordarás (continuó) de que a poco tiempo de tu salida de Zaragoza heredé por muerte de mi padre los títulos y rentas de mi casa, con lo cual y mi casamiento traté de mudar enteramente la conducta que hasta allí había seguido. Empecé, pues, por arreglar mis negocios, y yo mismo me asombré de los inmensos sacrificios que mi pasada disipación me ocasionaba; pero dueño de una fortuna cuya renta anual se eleva a dos millones de reales, me costó poco trabajo el cubrir aquéllos, y aún me lisonjeé de comprar con ellos mi escarmiento. Mas mi venida a Madrid, con objeto de entrar en Palacio, llegó a reproducir mis ideas favoritas de ostentación y a lanzarme de nuevo en el gran mundo: mis rentas al principio bastaban a todo, y aún me parecía imposible que el capricho me hiciera inventar medios bastantes a consumirlas; pero ¡ay de mí! ¡cómo me engañé!... ¿Querrás creerlo, mi buen amigo? Tú ves mi casa, mi tren y mis criados; oyes, sin duda, hablar de mis funciones y mis festines; considérasme el mortal más feliz de la tierra; crees que la abundancia reina en torno de mí: sí, amigo mío, reina, pero es para los que me rodean; el más miserable de mis colonos es más feliz y más poderoso que yo.
-Creo haberlo adivinado.
-¿Ves esa legión de criados que pueblan mi casa y mis dependencias? pues de nada me sirven, mientras que mis rentas les sirven a ellos para gozar una vida regalada. ¿Miras ese secretario que me manifiesta tanto interés y afección? Pues ese publica mis debilidades, desacredita mi conducta, y me impide con sus consejos caminar al arreglo de mi casa. ¿Ese mayordomo tan fiel, tan desinteresado, que a una ligera insinuación mía corro a buscarme fondos con que satisfacer mis invencibles caprichos? Pues ése me presta a un interés enorme los productos de mis posesiones. ¿Esos administradores avaros, que hacen que los tristes colonos maldigan mi nombre, bajo el cual se ven acosados sin piedad? Pues ésos son otros tantos señores, con quienes yo mismo tengo que transigir para cobrar lo que quieren pagarme. ¿Esos ayudas de cámara que se inclinan a mi paso con el más profundo respeto? Pues míralos un momento después, veraslos vestidos con mis ropas, parodiando mis acciones, exagerando mis vicios y haciéndome el juguete de sus malas lenguas: por último, mis haciendas, mis rentas, mis casas, mis salones, mis graneros, mi cocina, mis cuadras, todo es presa de esas plantas parásitas, que se alimentan de lo que es mío, sin que pueda yo evitarlo, por no chocar con la costumbre y aun con las ideas que recibí en la educación.
-Pero al menos (le repliqué yo) tienes el consuelo de que tu casa sea citada como el modelo de la buena sociedad, y que todo el mundo te envidie y ensalce tu ostentación.
-¿Y qué me sirve este concepto equivocado? Esa turba de aduladores y de egoístas que me aplauden, ¿me ofrece acaso un amigo sincero y desinteresado con quien desahogar mi corazón? Mi esposa misma y mis hijos, alejados de mí por la etiqueta y el buen tono, ¿me brindan, por ventura, las caricias y la afección que encuentra en los suyos hasta el más infeliz artesano? Mis enormes rentas ¿me permiten disponer a cualquier hora de una cantidad, por mínima que sea? ¿No he vendido ya mis fincas libres, gravando enormemente las vinculadas, acudido a los usureros, que primero me prestaban sobre mi palabra, luego sobre mi firma, después sobre alhajas y posesiones, y a falta de éstas han llegado a no prestarme por nada? Los criados me piden sus sueldos; mi mujer, su dote; mis hijos, su fortuna, y la memoria de mis abuelos, el lustre de su nombre. ¡Qué hacer, mi querido amigo, en tal ahogo, ni cómo remediar tamaños males!
-Con la filosofía y la virtud, mi querido Marqués. Tú hubieras evitado tal abismo si, siguiendo mis consejos, hubieras cultivado tu buen carácter en la educación, y dado a tus inclinaciones el giro conveniente: el ocio, causa de todos tus desastres, te hubiera parecido insoportable, y para evitarle hubieras buscado mil recursos, que tu fortuna te permitía: los viajes útiles, las empresas nobles, el deseo de verdadera gloria, que en otros países, y en nuestra misma España, ostentan varios de tu ilustre clase, no desdeñándose de proteger la industria, cultivar las artes y las letras, o brillar en el campo del honor. Pero quisiste más bien formarte para la holganza, y te rodeaste de holgazanes; quisiste servirte de ellos, y ellos se han servido de ti; pensaste no necesitar de nadie y no reflexionabas que un hombre inútil necesita de todo el mundo.
Pero, en fin, mi querido Ricardo, todavía estás a tiempo; por fortuna tu corazón ha sufrido sin dañarse tamaño combate; pero tu debilidad no te permite permanecer en el puesto para sufrir nuevas asechanzas. Huye, pues, de este centro de corrupción y de placeres; huye, y en tu apacible quinta en orillas del Ebro, lejos de la disipación y del bullicio, encontrarás la paz del alma, que sólo puede proporcionar una conciencia tranquila. Tus rentas, bien administradas, sirvan, después de satisfacer tus empeños, a proteger al genio y al trabajo; tu casa, purgada de bajos aduladores, sea el asilo de la franqueza y de la honradez; tus hijos, educados bajo otros principios que tú, aprendan de tu boca las desgracias que el ocio proporciona; tu esposa, compañera de tu prosperidad, ayúdete a remediar tu desgracia, y tus súbditos, mirándote de cerca, lleguen a reconocerte y amarte... Huye, mi querido Ricardo; muéstrate hombre una vez.
Un nuevo abrazo, interrumpido por los sollozos del Marqués, puso fin a esta vehemente conversación...
Quince días después he recibido una carta de mi amigo, fecha en su quinta cerca de Zaragoza, y su contenido me proporciona el placer de pensar que no han sido inútiles mis consejos.
(Octubre de 1832)
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