La político-manía
«Traten otros del gobierno
Del mundo y sus monarquías,
Mientras gobiernan mis días
Mantequillas y pan tierno,
Y las mañanas de invierno
Naranjada y aguardiente;
Y ríase la gente».
GÓNGORA
Pero, señor, ¿todo ha de ser gravedad? ¿todo ha de ser proclamas y discursos, y notas y discusiones, y cálculos y proyectos? ¿Y no habrá de sufrirse que yo, menguado de mí, que no conozco al filósofo Ginebrino más que de oídas en un sermón, ni al presidente de Burdeos más que de vista en la comedia de "La Llave falsa", intente colocar mis pobres razonamientos aunque sea al abrigo del cañón de la ciudadela de Amberes? ¿O habré de estar siempre sujeto a que mis discursos salten a cada paso de la prensa, para ceder su lugar a cualquiera disertación política que impolíticamente venga a tomarme la delantera?
-Sí, señor; preciso será que V. lo sufra; no faltaba más sino que ahora, que el aspecto guerrero de la Europa ofrece al discurso tantas combinaciones; ahora, que los periódicos (crónicas más o menos parciales del tiempo presente) deben esforzarse para tenernos al tanto de lo que ocurre desde Cádiz al Japón, nos viniese V. con tres o cuatro columnas de observaciones crítico-filosóficas sobre nuestros sos y costumbres. Eso, amigo, desengáñese usted, era muy bueno allá en los tiempos de antaño, cuando los epigramas de la Crónica o los versos de Rabadán formaban acontecimientos importantes; pero ahora es otra cosa, y no hay ya lector, por festivo que sea, que quede satisfecho si no se desayuna cada mañana con media docena de protocolos de la conferencia de Londres.
Sin embargo, señor don Zoilo, parecíame a mí que esto de la política no es, o a lo menos no debía ser, para todas las cabezas, así como ciertos alimentos no son digeribles por todos los estómagos; y por otro lado, estaba persuadido de que el utile dulci del poeta latino y el per troppo variare del toscano, emblemas ambos tan manoseados de los autores, se dirían con algún motivo. Creía yo ¡qué no cree la ignorancia! que las altas cuestiones de la política eran tan difíciles de comprender como de tratar, y que sólo una disposición natural y un estudio profundo podrían conducir tal vez al descubrimiento de sus arcanos.
-Pues, señor mío, debe V. convencerse de lo contrario, y si no, escuche V. las conversaciones de hombres y mujeres, de viejos y niños, de grandes y pequeños; escuche V. sus reflexiones, sus discusiones y sus conclusiones, y por resultado de ellas adquirirá el convencimiento de que la política es una ciencia que se da espontáneamente en nuestras cabezas, sin más preparativos ni sementeras, y que el gusto dominante del siglo, desarrollando en nosotros aquella natural facultad, hace de cada uno un improvisador de leyes capaz de disputar con el mismo Solón Ateniense.
Así será bien que lo crea, pues que el inapelable dictamen de V. me lo afirma; sin embargo (y sin que sea visto contradecir en un punto su opinión) ¿me permitirá usted que le entretenga con un v. gr., que, o yo soy un bolo, o viene aquí de molde? -¿Sí? -Pues óigale usted.
Yo tenía un tío llamado D. Gaspar, el cual tío era natural de Navarra, y siéndolo, podrá V. venir en conocimiento de que era navarro; quiero decir, un navarro verdadero; honrado y testarudo, generoso y determinado. Los estudios de este buen señor se habían limitado a las primeras letras y algo de contar; con lo cual y su buena suerte, tuvo la fortuna de hacer prosperar su comercio, primeramente en su provincia, y después en la corte, donde fijó al fin su residencia. Casado en ella y con una posteridad correspondiente, había llegado en paz a la cuarta decena de su vida, pronosticando seguir el resto del mismo modo; pero la revolución de 1808 vino a alterar su tranquilidad, mudando completamente su carácter.
Enemigo irreconciliable del invasor de España, y declarado desde luego acérrimo partidario de aquel no importa, que por tantas veces ha hecho triunfar a nuestra patria de sus enemigos, no hubo en él un instante de incertidumbre, tanto sobre la verdad de su opinión como sobre el indispensable triunfo de ella. Guiado por sus propias ideas, convirtió su casa en un receptáculo general de todos los noticieros de Madrid, los cuales, reunidos día y noche, se complacían en tejer fábulas análogas a sus esperanzas, que a pocos instantes de concebidas pasaban por axiomas a los ojos de los mismos que las habían formado.
Y era lo más gracioso de esta escena el oírlos glosar los papeles y baletines franceses, siempre por el lado favorable: V. gr., decían aquellos: -«En la batalla de tal perecieron quinientos franceses »; -al instante no faltaba uno que replicaba: «Algunos más serán»; -Continuaba el Boletín diciendo: -«y diez mil de los españoles; -y todos prorrumpían exclamando: - ¡Ya se ve, ellos qué han de decir!». -Asegurábase que, tal plaza había sido ocupada por los enemigos. -«Imposible». -Hombre,que lo dicen las cartas. -«Se equivocan las cartas». -Que lo dan de oficio los periódicos. -«Mienten los periódicos». -Pero al fin las semanas y los meses pasaban; la noticia se confirmaba, y entonces mi tío solía decir con aire misterioso y satisfecho: -No tengan ustedes cuidado, eso es un ardid del Lord; tanto mejor, dejarlos que se internen».
Pero, en fin, aquella época pasó, y mi tío vio realizadas sus esperanzas, si no por un efecto de sus planes y combinaciones, por resultado del heroísmo de la nación entera. Parecía, pues, natural que, restituida la calma, y restablecida en Europa la paz general, tornaría mi don Gaspar a su tranquilidad primitiva y haría prosperar su comercio con el mismo interés que en otros tiempos. Pues nada menos que eso; el demonio de la política (que debe ser un personaje principal entre los demás espíritus infernales) se había agarrado tan bien de él, que ni aun la voluntad le dejó de escaparse de sus uñas; antes bien, atormentándole con sus continuas inspiraciones, le hacía correr aquí y allí buscando alimento con que satisfacerlas. Desde aquel punto y hora no hubo lugar público ni secreto de la capital que no fuese testigo de sus eternas disputas, ni bóveda que no resonase con su agudo chillido provincial.
Levantábase al amanecer, y su primera operación era rodearse de todos los periódicos nacionales y extranjeros que podía procurarse; los primeros los leía sin entenderlos, y los segundos los entendía sin saberlos leer; quiero decir, que, como ignoraba otras lenguas que la suya, sólo podía adivinar aquellas palabras que presentaban alguna analogía, con lo cual, y con los nombres propios de los generales y de las plazas, hacía él su composición de lugar para formar luego su opinión; y salíale acontecer a veces tomar el nombre del comandante de un sitio por el de la ciudadela, o hacer maniobrar a un río, creyéndole general de división.
Pero luego que bien penetrado de estos antecedentes se creía en estado de poder fijar todas las cuestiones, salía a la calle, y sin más rodeos se dirigía a la Puerta del Sol, donde siempre tenía dos o tres tiendas en que ya se le esperaba con gran ansiedad, para oír de su boca los proyectos ulteriores del ruso o los secretos recónditos del inglés. Allí era el oírle disertar y argüir con sus contrincantes, haciendo trizas el mapa con más garbo que un sastre opera en una pieza de tela; allí el verle saltar montañas, adjudicar ríos, firmar tratados, pasar notas, expedir correos, reunir congresos, publicar manifiestos, y manejar, en fin, la política universal desde una tienda de sombrerero, teniendo por oyentes a un prestamista sobre alhajas, a un corista de la ópera, dos mozos de cuerda y tres aprendices del almacén.
Luego pasaba a los cafés, y allí, rodeado de oficiales a medio sueldo y de paisanos sin sueldo ninguno, ocupaba su conocido lugar, y su primera operación era pedir la "Gaceta" para volverla a repasar; después, tomando por base cualquiera de sus párrafos, empezaba la discusión, unos en pro y otros en contra, asegurando todos que los motivos en que fundaban su opinión los sabían de muy buena tinta, citando autoridades tales, que cualquiera hubiera creído que habían cenado la noche anterior con el Rey de Francia o con el Emperador de Rusia; hasta que, cansados de estragos y mortandades, se separaban en distintas direcciones, encaminándose unos al patio del Correo a ver si era cierta la salida del extraordinario; otros, al gabinete de lectura a cielo raso de la calle de la Paz, cuál a las tiendas de la calle de la Montera; cuál, en fin (y éste era mi tío), a la escalera de Palacio, a ver subir y bajar los magnates, y augurar, por las arrugas perpendiculares o trasversales de sus semblantes, lo que pasaba en lo interior del gabinete.
Por la tarde salía rodeado de dos o tres amigos de su mismo carácter, y paseaban por sitios extraviados y solitarios, parándose a cada momento y disputando a voces sobre la navegación del Escalda o sobre las fronteras de Hungría. De allí venían a nuestro país, y hacían caer a su antojo todos los magnates, sustituyéndolos inmediatamente por otros; luego decían en confianza los proyectos de decretos de todo el año corriente, y toda esta máquina continuaba después en el café, sazonada con un bol de ponche, o en la tertulia entre jugada y jugada del ajedrez.
No hay que decir que los negocios particulares de mi tío decayeron a medida que se había ido ocupando de los negocios públicos; siendo tanto más chocante, cuanto que, a pesar de que su mujer, en vista de su debilidad, quiso sacar partido de ella excitándole a pretender algún empico, él nunca vino en ello, porque decía que no quería sujetar su opinión ni depender de ninguna influencia. Mas por de pronto, aquello que él llamaba independencia y franqueza le valió tres o cuatro delaciones, en virtud de en las cuales tuvo que saltar de un punto a otro, sin que en ninguna parte dejase de perseguirle su inconcebible manía. Por último, agotadas sus fuerzas morales y físicas con tanto discurrir y tanto sufrimiento, adquirió una enfermedad cerebral, que dio con él en el Nuncio de Toledo, adonde se entretuvo hasta su muerte en componer un periódico para uso de los demás locos, que, si he de decir verdad, podía pasar por cuerdo al lado de algunos que alcanzamos a ver hoy.
Quedé, pues, por tutor de sus hijos menores, y haciendo el inventario de los bienes, encontré una larga relación de acreedores, y un sistema completo de amortización de la Deuda pública; dos o tres papeles sobre la paz interior, y un pleito de divorcio con su mujer; tres o cuatro libros de Filosofía, y una pistola, que, según él repetía, era para cuando se hubiese cansado de vivir; un tratado general de educación pública, y cuatro muchachos que no sabían leer; un...
-Basta, basta -interrumpió vivamente D. Zoilo con el rostro encendido y la voz trémula-; basta que V. me haya bosquejado las principales escenas de mi vida; no se complazca V. en presentarme las que sucederán después de mi muerte.
-Yo, amigo, no intenté...
-Conozco la sana intención de V.; estoy convencido de que de ninguna manera fue la de retratarme; pero ¡ay, amigo mío! me ha presentado V. un espejo y me he mirado en él: ¿quiere V. más?
-Pues si ello es así, debo felicitarme por la conmoción que V. manifiesta, y que no dejará de producir su resultado.
-Sí, amigo; desde este momento veo que mis ideas toman otro giro, y si bien no renuncio al interés que todo ser bien organizado debe sentir por la felicidad de su país y del mundo entero, trataré de apartarme de cuestiones ajenas a mi obligación y a mi capacidad, procurando aplicar los buenos principios al gobierno de mi familia, y contribuyendo de este modo al orden y la felicidad pública.
Entonces no pude contenerme, y abrazándole arrebatado, exclamé: -¡Ay, amigo mío, si todos me entendieran como V.!
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