lunes, 10 de diciembre de 2012

De Mesonero Romanos, "El extranjero en su patria"

 EL EXTRANJERO EN SU PATRIA


«La cántara conserva largos días el gusto y el olor del primer licor de que se llena, y la primera edad decide cuasi siempre de nuestro carácter y afecciones».
MELÉNDEZ VALDÉS. - Disc. forenses.

Preparábame a sentarme a la mesa a la hora acostumbrada, cuando de repente un fuerte campanillazo hirió mis oídos. Ábrese la puerta, y un caballero muy elegante se dirige a mi habitación a largos pasos, y en llegando a ella, y delante de mí:

- ¿Es a Mr. de ... (me dijo) a quien yo tengo el honor de dirigir mi palabra?
-Fulano de Tal, para servir a V. (le contesté yo levantándome con atención).
- C'est egal; vos sin duda no me reconoceréis; ello es posible; eh, bien; yo seré obligado a deciros
quién yo soy .
-A la verdad que no caigo...
- Ah mon cher! Ello no es difícil; los años y los viajes han cambiado mucho de mi forma primera,
a la manera que yo no reconozco en mi patria de hoy a mi patria de otro tiempo .
-¡Cómo! ¿Usted es español?
- Oui, desgraciadamente; bien entendido, español por nacimiento, mas no por inclinación ni por
carácter .
-Cierto que ese aire, esos modales, ese acento y lenguaje me habían persuadido...
- Son, señor, las nobles maneras del gran mundo que yo vengo de dejar; helas! mas ello es bien
cierto, pourtant, que yo soy nacido a Madrid (lo cual sea dicho entre nosotros); y que yo he tenido
el honor de ser muy vuestro antes de mi partida en Francia .
-Pues, señor mío, dicho se está que si V. no tiene la bondad de declararse, nunca vendré en
conocimiento...
- Oh mon Dieu! est il posible? ¿o hacéis semblante de ello? Parbleau! el gran amigo y camarada de
mi papá, el hombre de su confianza, ¿habrá olvidado aquel hijo de quien los primeros pasos dirigió?
¿al joven hombre que le fue redevable de tantas buenas amistades?
-Me hace V. dudar...
- ¡Ah! no lo dudéis, señor; es monsieur de Reveseint, que es mi padre .
-¿Cómo? ¿el hijo de D. Melquíades Revesino?
- A la bonne heure, yo soy ese hijo, moi .
-¡Ah, querido amigo!
- Oh mon cher!

El público lector no tiene obligación de acordarse ya de la familia de D. Melquíades Revesino, de quien le hice tomar conocimiento con motivo de los amores y boda de la niña Jacinta y de su viaje a Carabanchel 8; y como allí no lo dije, habrá de decir ahora que el dicho D. Melchor, además de aquella niña, cuyo amoroso drama supimos entonces, es también padre del joven Camilo Revesino, a quien hacía nombrarse Mr. de Reveseint; la misma manía que al italiano Signor Giovani Trotini , que viajando por Francia se hacía llamar Monsieur Trotein; en Inglaterra, Mister Trotan; en Rusia, Trotonoff; en Polonia, Trotinski; en España, Don Juan de Trotinos , y en Portugal, o Senor Troutiñu.

Pero viniendo a mi Camilo, este joven, después de aprender la Gramática en los Escolapios, hubo de seguir el precepto de su padre, el cual, seducido con las continuas relaciones de los viajeros, llegó a persuadirse de lo conveniente que sería que su hijo, el heredero de su nombre, y a quien pronosticaba brillantes destinos, continuase su educación en la capital de Francia, donde podría adquirir, al paso que unos conocimientos superiores, los modales y porte de gran tono, y pudiendo en él más esta persuasión que el sentimiento de separarse de su hijo, enviole a París bien recomendado. El joven Camilo, que contaba a la sazón doce años, fue instalado desde luego en un colegio, donde aprendió ante todas cosas a olvidar la lengua patria, trocándola por la del país, y consiguiéndolo de tal modo, que a la vuelta de dos años pasaba por mi verdadero francés, y aun él mismo llegó a persuadirse de que lo era.

Sus conocimientos, es verdad, crecían en proporción de sus estudios; y los diversos premios adquiridos en los exámenes de Historia, Matemáticas, Física, Química, Dibujo y demás, mientras permaneció en el colegio, eran para su padre otros tantos argumentos en apoyo de su resolución. En vano algunos amigos intentaron hacerle ver lo perjudicial que podría ser a su hijo tan prolongada separación de su país natal, y que pasando en el extranjero la edad más decisiva de su vida, era muy posible que adoptase costumbres o inclinaciones que le harían parecer luego una planta exótica en su mismo suelo, además de que no faltaban en éste los medios de recibir una esmerada educación, pudiendo después viajar, cuando se hallara en estado de poder adoptar sólo lo conveniente para mejorarla. Todo fue en vano, y el bueno de D. Melquíades, seducido con la idea de tener un hijo que, según él decía, había de llegar a ser la envidia de todo Madrid, persistió en su obstinación, negándose a llamarle hasta que cumpliese los veinticuatro años.

Llegó por fin aquella época tan suspirada de toda la familia, que tuvo la satisfacción de recibir en su seno un mozo brillante por sus conocimientos, sus modales y su figura. Por todas partes resonaban los elogios del recién venido; sus acciones y palabras eran repetidas por los otros jóvenes en cafés y tertulias; sus trajes formaban el objeto de los continuos desvelos desastres afamados; la narración animada de sus aventuras servía para reunir en torno de él un círculo de admiradores y aun de envidiosos, y las más altivas notabilidades femeninas se daban por contentas con fijar por un momento las miradas del español parisién.

No hay que decir el contento que todo esto inspiraría a los suyos; pero como todas las ilusiones duran poco, no tardaron en echar de ver que en medio de aquella felicidad aparente, nada de lo que le rodeaba era conforme a su carácter y costumbres. Por ejemplo: la distribución de sus horas era diametralmente opuesta a la de la familia, pues él se desayunaba a mediodía, comía de noche, y no dormía hasta las dos de la mañana; su conversación era siempre en francés; llamaba a sus padres de tú, y de vos a los criados, bailaba al espejo aunque fuese delante de personas de gran prosopopeya; besaba a su hermana y reñía con las visitas porque no le dejaban hacer otro tanto; tocaba el violín, o tiraba el florete los ratos que no cantaba en alta voz; y, en fin, tenía toda la vivacidad propia de un francés y de un joven de veinticuatro.

Por otro lado, se hablaba de comida: -«¡Oh, las fondas de Veri o Rocher de Cancale !». -Iba al teatro: «Ah, que teatros los de París!». -Se lo convidaba a los toros: -«¡Bárbaro espectáculo!». -Salía a la calle: -«¡Peste de país!». -Volvía a su casa: -¡Oh, mon hotel garni !».

Con estas y otras cosas, con desaprobar abiertamente todo lo que se apartaba de los usos franceses, al mismo tiempo que ridiculizaba las imitaciones de ellos, llegó a hacerse insoportable hasta en su misma casa, en que todos los días daba lugar a cuestiones; y aun en la visita que al presente me hacía, me dio a entender una que acababa de tener con su padre, con motivo de proponerle un matrimonio que repugnaba a su corazón. No pude dejar de extrañarlo, conociendo bien el carácter de D. Melquíades, y aunque por la misma conversación del joven creí penetrar la causa de su aversión, suspendí el juicio hasta averiguarla por mí mismo.

Entretanto, hícelo presente con franqueza, que siendo ya cerca de las cuatro de la tarde, había retrasado una hora mi comida, y convidele a participar de ella, no aceptó, por ser demasiado temprano para él, pero se entretuvo en probarme mientras comía, que a aquella hora no había apetito (sin embargo que yo demostraba en la práctica todo lo contrario); y luego que vio salir la fuente con todo lo interior de la otra castellana, lanzó una filípica fulminante para demostrarme que aquel alimento era indigesto y malsano; a lo que por única respuesta le contestó que sin duda debía surtir tales efectos muy a la larga, por cuanto no me acordaba de haber padecido una indigestión. Por último, subió de todo punto su encono cuando acabada la comida, llegó a entender que era mi costumbre el dormir media horita de siesta; a esto ya no pudo sufrir más, y saludándome con el nombre de español incorregible, se separó de mí, menos contento que a su llegada.

A la mañana siguiente pasé a pagarle la visita; no le hallé en casa, y encontrándome solo con el padre, le felicité por la llegada de su hijo, y por las bellas cualidades que ostentaba; pero muy luego pude conocer que su satisfacción se hallaba mezclada con algún disgusto, como en efecto no tardó en declararme.

-¿Tiene V. presente -me dijo en voz lastimera- cierta disputa que tuvo con V. en este mismo gabinete acerca de las ventajas de la educación en Francia?
-Sí, señor, y por cierto que me acuerdo de la viva defensa que V. sostuvo.
-¿Pues qué diría V. si la experiencia me inclinara hoy a sostener lo contrario?
-Es imposible; las relevantes cualidades que adornan a su hijo de V., el aplauso que lo rodea, y la satisfacción interior que de ello debe resultar a un buen padre, son causas bastantes para afirmar a V. en su primitiva opinión.
-¿Y qué me sirven esas cualidades y ese aplauso, y qué le sirven a él tampoco, si van emponzoñados con un tedio invencible, una aversión inexplicable a todo lo que le rodea, bastante a hacerle resistir mis proyectos para su felicidad?
-Quizás esos proyectos no estén bien meditados, y acaso para ellos no haya V. consultado el corazón de su hijo.
-¿Y qué más puedo hacer para ello? Yo le he querido hacer obtener un buen destino en la Administración; se me ha opuesto a ello bajo el pretexto de no conocer bien las leyes de nuestro país, y por temor de no desempeñarle cumplidamente.
-Ha dicho muy bien; y pocos a quienes se ofreciera un empleo contestarían del mismo modo. Conócese bien que no está al corriente de nuestras costumbres.
-Le he indicado después la carrera militar; me ha respondido que como las vicisitudes del mundo pudieran acaso algún día obligarle a dirigir sus armas contra el país en que ha recibido su educación, no le permite su honor obligarse bajo el juramento militar.
-En eso manifiesta su virtud y su agradecimiento.
-Le he hablado después del comercio, que no tiene ninguno de esos inconvenientes; me ha manifestado otros que dice suele tener entre nosotros esta profesión.
-Puede que no esté equivocado.
-Las carreras de la Iglesia o del foro no he podido siquiera indicárselas, porque, en efecto, no ha hecho los estudios que a ellas conducen; mas, por último, le he propuesto que viviendo tranquilamente de las rentas de nuestro mayorazgo, imitase a tantos de su clase como pasan la vida sin hacer nada, y ha rechazado con violencia mi proposición, diciéndome que él ha nacido y ha estudiado para hacer algo.
-Y tiene mucha razón.
-Ahora bien; pasando después al punto de su matrimonio, le he presentado a varias personas dignas de llamar su atención; pues ninguna de ellas ha llenado sus ideas; la una carece a su vista de modales elegantes, y de buena compañía, como él dice; la otra ignora hasta los primeros rudimentos de la Geografía y la Historia; otra piensa muy en español; otra... En suma, ¿qué partido tomar con una persona para quien nada hay a propósito, y cuyos conocimientos y circunstancias no pueden aplicarse en la sociedad en que ha de vivir?
-Ello es, en fin -le interrumpí yo-, que su hijo de V. ha renunciado a su patria, y que la educación extranjera, dando otro giro a sus inclinaciones y sus deseos, le ha sacado fuera del círculo en que nació, para colocarlo en otro muy distinto del que V. imaginaba; fácil era prever semejante resultado, pues es bien sabido que la educación es una segunda naturaleza, acaso más fuerte que la primera. ¿Y quién sabe también si otras causas se habrán mezclado al mismo tiempo en destruir los planes de V.? Su hijo de V. es joven y ardiente; ¿quién nos responde de que haya podido resistir al amor?...
-«Usted ha encontrado lo justo» (exclamó en este momento Camilo, abriendo repentinamente la puerta del gabinete); «el amor... un amor volcánico, irresistible, ha prendido mi pecho, y si hasta ahora he podido hacer traición a mis sentimientos, ya no me es posible ocultarlos. Dos años ha que una señorita de París es objeto de mi amor». -

Suspensos nos dejó por largo rato tan súbita declaración, hasta que volviendo en sí D. Melquiades intentó reprender severamente a su hijo; pero tomando yo la palabra, -No es ya tiempo (le dije) de reparar un daño de que V. fue la causa principal; sufra V., amigo mío, que se lo diga; usted, separando a su hijo de su país en los años más decisivos de su vida, ha dado lugar a que este joven apreciable se vea, a pesar suyo, hecho un extranjero en la patria que le dio el ser; educado en ella, hubiera sabido conocer y apreciar sin violencia las eminentes cualidades que le son peculiares, y hubiera pagado con sus conocimientos y su trabajo el tributo que todos la debemos; no anhelaría otros placeres que los nuestros, y ellos habrían bastado a su felicidad y la de V. Llore V. ahora el haber renunciado a esta dicha, robando al mismo tiempo a la patria uno de sus hijos; pero no intente remediar una violencia con otra violencia, y deje seguir al suyo la determinación a que le llama la suerte.-

Camilo, al oír esto, se arrojó a los pies de su padre, y le pidió permiso para fijarse en París; y este, con la voz ahogada en lágrimas de dolor, tuvo que dar un consentimiento que ya no podía evitar.

Volvió, en efecto, nuestro joven a la capital de Francia, donde contrajo matrimonio con su amada, y ha establecido su casa-comercio, que sin duda acreditará con su talento y honradez. El padre, en tanto, llora el error de haber él mismo arrojado de su país su nombre y su descendencia...¡Cuántos así!

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