APÉNDICE
Todo está pulcro y preparado para el corte.
Los cuchillos humean. El abdomen marcado.
Bajo paños blancos hay algo que gime.
"Señor profesor, todo está listo."
La primera incisión. Como si el pan se rebanara.
"¡Pinzas!" Algo púrpura brota.
Más profundo. Los músculos: húmedos, brillantes, frescos.
¿Hay un ramo de rosas sobre la mesa?
¿Es pus lo que salta?
¿Habrán cortado el intestino?
"Doctor, si se para contra la luz,
ni el diablo puede ver el diafragma.
Anestesia, no puedo operar,
el hombre se va de paseo con su estómago."
Silencio, pesado, húmedo. En el vacío
tintinea una tijera en el suelo.
Y la enfermera angelical
ofrece algodones esterilizados.
"¡No puedo encontrar nada en esta porquería!"
"Sangre se oscurece. ¡Quíteme la mascarilla!"
"Pero—Dios del cielo—querido,
¡apriete mis esos talones!"
Todo deforme. ¡Por fin: aquí está!
"¡El hierro candente, enfermera!" Un siseo.
Por esta vez tuviste suerte, hijo mío.
La cosa estaba a punto de perforarse.
"¿Ve usted la pequeña mancha verde?
Tres horas y el estómago se llenaba de mierda."
Vientre cerrado, Piel cosida. "¡Esparadrapos, acá!
Buenos días señores."
La sala se vacía.
Furiosa castañea y rechina con las mejillas
la muerte se escurre a la barraca de los cancerosos.
HOMBRE Y MUJER CAMINAN POR LA BARRACA DE LOS CANCEROSOS
El hombre:
En esta fila regazos destruidos,
en esta otra pechos destruidos.
Cama apesta junto a cama. Las enfermeras se turnan cada hora.
Ven, levanta sin miedo esta manta.
Mira, este grumo de grasa y humores podridos,
alguna vez fue importante para un hombre
y también se llamaba patria y delirio.
Ven, mira estas cicatrices en el pecho.
¿Sientes el rosario de nudos blandos?
Toca sin temor. La carne es suave y no duele.
Esta mujer sangra como si tuviera treinta cuerpos.
Ningún ser humano tiene tanta sangre. A esta primero le cortaron
un niño del enfermo regazo.
Los dejan dormir. Día y noche. —A los nuevos
se les dice: aquí el sueño es curativo—. Solo los domingos,
para las visitas, se les deja un rato despiertos.
Es poca la comida que aún se consume. Las espaldas
están llenas de heridas. Mira las moscas. A veces
los lava una enfermera. Como se lavan los bancos.
Aquí se hincha alrededor de cada cama el campo labrado.
Carne se vuelve llanura. Fuego se pierde.
Humor se apresta a correr. Tierra llama.
CAFÉ NOCTURNO
824: vida y amor de las mujeres.
El violoncello se toma un trago. La flauta
eructa profundo en tres compases: la hermosa cena.
El tambor termina de leer una novela policial.
Dientes verdes, espinillas en la cara
le hace señas a una inflamación de párpado.
Grasa en el cabello
le habla a boca abierta con almendra faríngea
Fe, amor y esperanza alrededor del cuello.
Joven bocio quiere a nariz de dos bultos.
La convida a tres cervezas.
Sicosis compra claveles.
Para ablandar a papada.
Bemol-menor: la Sonata N° 35.
Dos ojos lanzan un grito:
¡No derramen la sangre de Chopin en la sala,
para que la chusma la pise!
¡Basta! ¡Eh, Gigi! —
La puerta se desborda: una mujer.
Desierto calcinado. Marrón canaanita.
Virgen. Plena de cuevas. Se acerca un aroma.
Poco aroma.
Solo es una dulce protuberancia del aire
contra mi cerebro.
Un cuerpo obeso con pasitos cortos salta detrás.
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