Las tres tertulias
«Con estas cosas que digo,
V. lo que paso en silencio,
A mis soledades voy,
De mis soledades vengo».
LOPE DE VEGA
Yo no sé si fue el temor de la niebla que cubría nuestro horizonte, o de la más espesa aún que la etiqueta y el fastidio extienden sobre nuestras sociedades cortesanas, lo que me determinó noches pasadas a subir a visitar a mi vecino D. Plácido Cascabelillo, de quien ya tienen conocimiento mis lectores. Y como para ello no tenía que aguardar a que diesen las once, ni que ocuparme durante dos horas en el pulimento y adorno de mi persona, no hubo más, sino que a cosa de las siete, y según y como me encontraba vestido, pillé la escalera y me presenté en casa del vecino.
No fui, sin embargo, el primero, pues ya se hallaban sentados en agradable círculo en derredor del brasero casi todos los individuos que componían la tertulia, de los cuales fui recibido con grandes muestras de contento, haciéndome el amo de la casa los honores de recién venido, escarbando la lumbre, en tanto que los demás estrechaban su formación para darme asiento dentro de la rueda.
No se puede negar que un brasero defendido por diez o doce personas, todas alegres, todas amables y sin grandes pretensiones, es una de las cosas que inspiran mayor confianza y dan rienda suelta al natural ingenio para desenvolverse sin aquellas trabas que la afectación, el orgullo y el falsamente llamado buen tono suelen imponerle. Todas las palabras (excepto algunas justamente proscritas en la sociedad) son allí buenas para expresar los conceptos; los chistes familiares, los modismos del lenguaje esmaltan a cada paso la conversación, préstanla un carácter nacional, y sin el desdichado sabor de extranjerismo de que adolece en el gran mundo. En una sociedad de esta clase los melindres desaparecen, las exageradas obligaciones de la moda tienen un aspecto ridículo, los sentimientos naturales se revelan sencillamente, y el amor, la alegría, la amistad, se manifiestan con franqueza, sin temor de la censura ni del sarcasmo.
Tal era el cuadro que presentaba la reducida tertulia de mi vecino; ni allí una dama se sentía vaporosa, ni un caballero se permitía secarse, ni para designar aquella reunión se la llamaba soirée, ni círculo, ni a la sala salón, ni nadie se avergonzaba de hablar español, ni de no conocer a París más que en el mapa, ni de dejar su sombrero a la entrada, ni de tomar la mantilla a la salida; todo era franqueza y alegría; y como la coquetería y la envidia no habían podido aun penetrar en aquel modesto recinto, los amantes se consideraban felices, y el espectáculo de sus sencillos amores divertía a los demás.
Una hora había ya que yo permanecía en aquella agradable escena, cuando acertó a entrar doña Dorotea Ventosa, viuda joven de cincuenta años (cumplidos en 1825), señora de gran tono y de numerosos adoradores, que suspiran por los bellos ojos de su bolsillo; señora cuyo crédito se extiende desde el salón del Prado hasta la misma puerta de la Vega, y señora, en fin, muy de mi conocimiento y cuya historia sabrá el lector algún día.
Entró con aquel aparato con que una prima donna suele presentarse a cantar su aria después del coro que la precede; toda la sociedad se dispuso en alas para recibirla, y la recién llegada, previa la ceremonia de dejar su capa y su pelliza, y de arreglar su chal y su sombrero, se adelantó a recibir aquellos homenajes, dispensando a la media rueda de señoras sendos besos en ambas mejillas, y dedicando a los caballeros una afectada cortesía y sonrisa.
Instalada aquella nueva interlocutora, tomó de derecho la palabra, y nos habló de los sucesos del gran mundo (que eran para ella el salón del Prado, la ópera italiana y dos o tres casas de juego); y cuando ya creyó que había excitado la admiración y la envidia general, propuso una partida hasta las diez, hora en que tenía que marchar a otras tertulias. Inmediatamente D. Plácido hizo poner la mesa en el gabinete y principiaron un tresillo a cuarto el tanto, no sin oposición de doña Dorotea, que jugaba con guantes por no ensuciarse los dedos.
Mas el germen de discordia que la viuda había arrojado en nuestra plácida reunión no se separó con ella; antes bien, manifestándose en voz baja, empezaron unos a censurar su afectación y vanidad; otros a reír de sus flores y dijes; cuál a contar anécdotas picantes de las sociedades a que ella dijo concurrir; cuál, en fin, a manifestar desdén por ellas. Por último, nuestra inocente conversación se convirtió en amarga sátira, y esto empezó a desagradarme, tanto más, cuanto que públicamente acababa de aceptar la propuesta de doña Dorotea de presentarme aquella noche en casa de la Baronesa de por lo cual no dejaron de darme broma.
Aquella nube desapareció, sin embargo, muy luego, y la calma volvió a restablecerse, con lo cual, y con unos cuantos juegos de prendas (cuyo único interés consistía en decirse secretos al oído) tornó a renacer la alegría y el contento en todos los corazones.
Mas para que se vea que no hay dicha en este bajo mundo sin su poco de azar, por qué tanto una de las viejas hubo de tener la mala tentación de invitar a cierto don Calisto (de menguada memoria) a que luciese un poco sus habilidades en la guitarra, y, he aquí a toda la sociedad pendiente de aquellas mal templadas cuerdas y peor dirigidos dedos, y aguzando los oídos para no perder un punto de aquella maravilla.
El nuevo Sor ocupó media hora larga en retocar clavijas, probar bordones y saltar primas, de las cuales por dicha fue a parar una a los ojos de la vieja su apasionada, entre la mal reprimida risa de todos los circunstantes; después nos obsequió con tres escalas en sol y una en fa, cuatro arpegios y tres ejercicios de mano izquierda; hasta que colocándose bien en la silla y marcando con el pie los compases, improvisó un vals del Barbero de Sevilla, otro conocido por el de las Fraguas en la Pata de Cabra, y un rondó obligado (música del célebre maestro Paquete), capaz de arrancar lágrimas de desesperación; pero subió de todo punto nuestro entusiasmo cuando, después de otro repique general de clavijas y de dos o tres hondas toses, entregó su voz al viento con unas seguidillas intermediadas de matraca, y luego, pasando al estilo patético en las dos canciones de Horror me da el día y La Sombra de la noche, acabó de arrancar largos y pronunciados aplausos de manos y pies.
Sin embargo, no satisfecho de tan buen ratito, me escurrí, sin ser notado, a mi cuarto para vestirme convenientemente, a fin de acompañar a doña Dorotea; hícelo así, y como luego me manifestase esta que era muy temprano para ir a casa de la baronesa, y que antes debíamos tocar en cierta tertulia, donde no faltaría campo a mis observaciones, nos despedimos de aquella amable reunión, y tomando el coche de doña Dorotea nos dirigimos a la otra sociedad.
Era esta en casa de un personaje de alta importancia a quien mi viuda compañera intentaba recomendar cierto pretendiente joven, del que hablaremos en tiempo y lugar. La multitud de caballeros, excesiva respecto al número de señoras, me hubieron desde luego dado a conocer una tertulia de cálculo, así como la deferencia y respeto gradual de los concurrentes me impuso al momento de quiénes eran el amo de la casa, su señora, hijos, parientes y confidentes.
El primero, sentado cerca de la chimenea, se hallaba rodeado de tres o cuatro graves personajes, los cuales aguardaban a que él hablase para sentirse exactísimamente del mismo parecer, y aun comentar sus discursos citando a cada paso algunas de las palabras del señor; si tal vez este se levantaba a recorrer la sala, todos se alineaban para abrirle paso, haciéndole una cortesía los más viejos, los jóvenes componiéndose el cabello, las niñas regalándole una sonrisa e interrumpiendo por un momento su conversación de ordenanza con los oficiales de la Guardia, y estos ostentando un continente marcial. El buen anciano se detenía un momento en cada grupo, tomaba, parte en las conversaciones, animaba a todos con su benevolencia, y todos se lisonjeaban de haber fijado exclusivamente su atención.
Algo más allá, la señora de la casa presidía una mesa de écarté, con gran aplauso del triple círculo de mirones que encomiaban a cada paso su destreza y generosidad. Las señoritas en otro lado recibían los homenajes de los brillantes jóvenes, que se esmeraban en ostentar su gallardía como un título de recomendación para inclinar a papá en favor de sus pretensiones; las amigas y amigos de la casa hablaban aparte con los presentados, los introducían en el círculo del señor o de la señora, referían en público sus gracias, y los colocaban en posición de lucirlas.
Con tan delicada intención procedió doña Dorotea con su recomendado, buscando el modo de hacerle cantar una magnífica aria del Mahometo; luego, haciéndole tocar una sinfonía de Meyerbeer, y después promoviendo sus conversaciones favoritas para que luciese la expedición de su lengua y el brillo de sus grandes ojos árabes, con lo cual toda la tertulia quedó prendada del mancebo; el señor se informó de sus cualidades; la señora alabó sobremanera su hermosa voz; las jóvenes felicitaron a doña Dorotea, no sin algunos asomos de malicia, y esta aseguró al galán que más había ganado aquella noche que en tres años de antesalas y audiencias.
Serían las doce dadas cuando, concluida la misión de doña Dorotea, determinó que pasáramos a la otra tertulia; y con efecto, no tardamos en verificarlo. Mi presentación se verificó en debida forma; mi introductora y yo atravesamos el salón, y dirigiéndonos a la señora de la casa, pronunciamos las simultáneas palabras de estilo, interpoladas con las cortesías propias del ceremonial, con cuyo brevísimo introito quedé instalado solemnemente y pude dirigirme adonde me pareció.
La elección no era dudosa: guiado por aquella inclinación natural hacia las hijas de Adán, propia y común a todos los hijos de Eva, empecé mi reconocimiento por aquellas, dando una vuelta disimulada en derredor de la sala, y pude, con auxilio de mi doble anteojo, ponerme al corriente de las diversas fisonomías y sus fechas respectivas; luego me introduje (siempre con la misma precaución) en los grupos de los jóvenes que formaban en el centro del salón; y de las conversaciones de los unos, y de las sonrisas y cuchicheos de las otras, formé mi cuadro general, al cual iba prestando episodios según la casualidad me los iba ofreciendo. Pero a corto rato de recogerlos, eché de ver que todos eran idénticos, y que no había por qué tomarse aquel trabajo.
Por ejemplo: uno de los jóvenes del grupo general flechaba su lente hacia donde le parecía bien, y apartándose luego de sus compañeros, se adelantaba con cierto aire de satisfacción, ya jugando con los sellos del reloj, ya con entrambos pulgares pendientes de las bocamangas del chaleco; poníase delante de cualquiera señorita, y mirándose de paso a un espejo que solía caer perpendicular sobre el peinado de esta, la dirigía con aire distraído e indiferente cuatro palabras (no las más puras por cierto, ni las mejor escogidas), y mientras aguardaba la respuesta, continuaba su operación de arreglarse el cabello o la corbata, o bien se hacía aire con el abanico de la niña. Persuadirme yo de que esta, ofendida de aquella grosera presunción, respondería con altivez a las altiveces del galán; pues nada menos que eso; la mayor amabilidad; el mayor gracejo; la más encantadora sonrisa; y si aquel, animado por ella, prorrumpía en un concepto atrevido, solo se le interrumpía con un ¡qué malo es usted! mas pronunciado con cierta indulgencia, que no movía a lástima del hablador.
Pero ya este, embriagado con el triunfo de aquella escena, se incorporaba al círculo de sus camaradas para recibir sus aplausos, o bien se dirigía al otro extremo de la sala, y colocándose al lado de otra joven, la dirigía ¡qué falacia! las mismas expresiones que a la anterior; mas como en este mundo todo se halla compensado, mi indignación cesaba al escuchar que aquella estaba dando las mismas respuestas a otro interlocutor que ocupó el lugar del primero. Esta regla de conveniencia general presidía en toda la tertulia, y solamente se exceptuaba de ella alguno que otro joven, o más tímido o menos petulante, que dejaba ver en su semblante las emociones del verdadero amor; pero estos eran, por lo regular, el objeto de los secretitos burlones o de las risas improvisadas de las niñas; así bien como algunas de estas, menos determinadas, yacían en los rincones, sin que ninguno las dirigiese la palabra.
Todo lo observaba yo en silencio; mas como las observaciones no son agradables hasta el punto en que se comunican, no pude resistir al deseo de hacerlo; y dirigiéndome a un caballero que tenía al lado, le hice participe de ellas; y hablé tanto, que apenas lo dejé manifestar su opinión. Después, suponiéndole antiguo en la tertulia, le fui preguntando los nombres de algunos y algunas de los que más me habían llamado la atención; pero de todos respondía no conocerlos, con lo cual quedé penetrado de que era allí tan novicio como yo; mas estando en esto, un lacayo que vino a comunicarle una orden de la señora me dio a conocer que era nada menos que el amo de la casa.
Castigado, pues, con este suceso, me replegué al lado de doña Dorotea, la cual, con su natural locuacidad, me disipó ciertas dudas que me habían asaltado durante la noche. Ella me hizo ver que aquello que yo llamaba atrevimiento y grosería no eran otra cosa que aire de mundo y de gran tono; que el amor, que yo creía aún vendado, hacía ya tiempo que veía muy bien y sabía por dónde iba; ella disipó mis temores respecto a las incautas jóvenes; ella me convenció de que la ficción sistematizada era una de las perfectibilidades sociales; que el ardor de las pasiones y la animada expresión de la alegría eran propios de las almas comunes, y de ningún modo convenientes en las reuniones de buen tono; que para lucir en ellas solo eran necesarios una buena dosis de presunción y el correspondiente desenfado; que hoy día, para no parecer ridículo, es preciso serlo; que la moda había autorizado algunas que yo llamaba descortesías, tales como dejar solas en la sala a las señoras, negarse a bailar, permanecer sentados afectando indiferencia, equivocar las contradanzas, llevar siempre una misma pareja, y otras muchas cosas, al as cuales llamaba doña Dorotea darse tono.
-Pues si es ello así (repliqué yo), ¿cuál es el aliciente que puede atraer a una diversión donde nadie se divierte, a un baile donde no se baila, a una sociedad donde apenas se habla, donde todo es aparente, y donde ni los genios, ni las figuras, ni la clase, ni las palabras representan su valor positivo? ¿Qué encanto, pues, es el que reúne a esta sociedad?
«Ahora lo verá V.», me dijo doña Dorotea, tomándome de la mano y llevándome a una salita inmediata. La dificultad que experimentamos para penetrar en ella me hizo conocer que allí estaba la sección central de la tertulia, y que lo que había visto hasta allí no era sino las subalternas. Y en efecto; después de un largo y sostenido ataque, llegué a penetrar hasta una mesa circundada por numerosos grupos de cabezas, verdadera caricatura de Boilly, en cuyas expresivas facciones reconocí toda la colección de mamás y de maridos, ciegamente ocupados en correr tras una sota o un caballo, en tanto que hijas y esposas se esforzaban en la sala a salir al paso de los caballeros en un baile ruso, capaz de hacer sudar a las orillas del Newa, o en una galopada, más propia de un camino real que de un salón.
Todos estos antecedentes, unidos al consiguiente de ser ya las dos de la mañana, sin que nuestras desmayadas fuerzas tuviesen otra perspectiva de socorro que seis vasos de agua pura y serenada que campeaban en la antesala, empezaron a alterar mi humor, y me obligaron a invitar a doña Dorotea a que diésemos la vuelta; hicímoslo así, y por colmo de mi pesadumbre tuve la desgracia de medio reñir con ella, porque la dije que de las tres tertulias de confianza, de respeto y de gran tono que habíamos visitado, ninguna me había ofrecido reunidas aquella franqueza delicada, aquella finura verdadera, aquel encanto irresistible que solo se encuentra en la reunión de personas amables e instruidas, exentas a un mismo tiempo de una exagerada pretensión, de un bajo interés y de una nulidad insustancial.
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